
Soy el último, el sobreviviente de una larga línea de luchadores... Y el único que puede contar esta historia para las generaciones venideras... Por supuesto, si es que hay alguna posibilidad de que los hombres vuelvan a habitar estas tierras. Hoy, solo el cielo infinito es el testigo de lo que resta de una gran ciudad, y el ciclo eterno de días y noches se cierne sobre la calma imperturbable que se desliza entre las torres y edificios que ya comienzan a ser vencidos por el paso del tiempo. Esta calma, esta tranquilidad, no tienen nada de sagrado, para mí, que espero sin prisa la llegada de la muerte, este silencio opresivo es tan solo el estigma de la destrucción. Pese a ello y aún con toda la ironía que encierra, soy libre...
Como relatar el inicio, como revelar a quien sea que después de mi muerte logre tener estas hojas amarillentas en sus manos, la hecatombe que llevó a toda una raza a una muerte horrenda y estúpida. A quién culpar de ello, sino a nosotros mismos... A nuestro miedo, a la terrible inseguridad que anida en el fondo del corazón del hombre, fruto íntimo de la certeza de la propia insignificancia frente al universo que sigue allí, y seguirá después de mi final, ya próximo... ¡Ah! Elloria, la de las calles de plata, la ciudad que sobrevivió a los holocaustos de la antigüedad, cuando hombres tan débiles y poderosos como nosotros, desafiando las leyes de los dioses y otros hombres, desataron sin piedad ni temor las fuerzas ocultas en la tierra. Elloria, que logró sobreponerse al poder de las estrellas que barrió la faz del planeta, llevándose consigo los sueños y vidas de otras tantas ciudades y pueblos... La flor que se erigió a los cielos sobre el osario del pasado.
Siglos habían corrido sobre la luna, siglos de dura lucha contra un mundo que ya no quería seres vivos en su rostro, en los que la esperanza surgió combativa, estableciendo las bases sólidas de un futuro promisorio... Hasta que llegaron ellos, de las profundidades de la tierra. Ocultos, para salvarse de los grandes cataclismos que sus antepasados desataron sobre la tierra, tan parecidos a nosotros, pero a la vez tan horrendamente diferentes. Mientras la vida pugnaba por resurgir, ellos cambiaron, y se convirtieron a sí mismos en retratos desvaídos de lo que habían sido. Bestias, no existe otra palabra para describirlos, sedientas de sangre, hambrientas de poder y de inocencia... Su sola existencia se había convertido en muerte, y la dispersaron por doquier con generosidad. Tan imprevista fue su llegada, que nadie tuvo tiempo de organizar una defensa seria, y para cuando ellos llegaron a la ciudad, ya solo restaba un reducido núcleo de gentes (Entre las que me encontraba) en condiciones de luchar.
Y fue una batalla larga, que duró años, penosos y lentos, en los que la sangre corrió en ambos bandos pródigamente.
¿Que motivos tiene el hombre para seguir viviendo aún cuando las condiciones en las que vive le son adversas? Aún hoy lo ignoro, quizá el miedo a la muerte, que es un poderoso incentivo para nuestra especie... Así que perseveramos, y seguimos en pie, desafiando el poder de las sombras con una tenacidad rayana en la demencia, mientras intentábamos encontrar una forma de destruir para siempre el maligno poder que nos masacraba. Y no fue sino en las postrimerías de nuestra resistencia, cuando ya todo parecía perdido, que algunos de nosotros, logramos encontrar, después de años de búsqueda infructuosa, bajo los túneles que poblaban nuestra moribunda urbe, el maravilloso depósito de maquinaria que los antiguos habían escondido. En donde se hallaban, aún intactas tras tantos años, las poderosas maquinas que casi destruyen por completo el planeta. Maldito el día en que yo mismo encontré la manera de atravesar las barreras que los antiguos habían colocado sabiamente, para impedir que los insensatos llenos de miedo como yo, accedieran a los indestructibles portentos de la muerte. Maldito el día en que pise el suelo impoluto de la cámara, y llevé con mis propias manos el pequeño cilindro plateado que llevaba en sí el germen de nuestro espantoso final.
Tarde, muy tarde descubrí los registros que allí se encontraban, que anunciaban el peligro implícito de aquel artefacto, la razón por la cual fue sellado en ese lugar... Demasiado tarde para lograr que los mayores, presas de la desesperación, dieran vida a la pequeña máquina... Tarde, pero justo a tiempo para ver como el cielo fue iluminado por un horrible resplandor, cien mil veces más poderoso que nuestro viejo y amable sol, mientras terribles convulsiones estremecían las raíces de la tierra, derrumbando todo lo que en ella había, vivo o muerto.
¡Oh Dioses! ¿Por que no permitisteis que muriéramos en aquella ocasión? Por que vivimos, y la ciudad, maltrecha, también quedó en pie, mientras el júbilo se apoderaba de los corazones cansados de luchar...
Cuando traté de advertirles, cuando rogué y supliqué que retornáramos al antiguo refugio para escapar de la maldición que se nos venía encima fui tildado de loco, de enfermo, y conducido sin posibilidad de redimirme a la más oscura de nuestras celdas... Si, el miedo, el miedo fue lo que me impidió actuar con mesura, sin antes revisar a fondo el almacén de maravillas, el miedo fue el que impidió a los mayores escuchar mis ruegos, mientras sellaban de nuevo, y esta vez para siempre aquél depósito, restableciendo sus antiguas defensas, sin que hubiese poder sobre la tierra capaz de penetrarlas de nuevo...
Una losa de piedra aplastó mi corazón cuando me di cuenta del terrible final que nos esperaba... Si, era cierto, vencimos a los invasores, pero a cambio, empezamos a morir. Niños, y ancianos, mujeres y hombres, empezaron a enfermar, aquejados por un desconocido mal para el cual no se encontró una cura... Inútilmente me liberaron, para tratar de encontrar de nuevo una manera de entrar a la antigua cámara, accediendo a la cura para aquella maldición. Inútil fue mi desesperado intento de violar sus defensas... Los dioses crueles y vengativos por fin habían decretado nuestra extinción... El júbilo se trasformó en muerte y en desesperación, cuando uno tras otro los pocos que quedábamos empezamos a fallecer lentamente, agobiados por espantosos dolores, revolcándonos en nuestras propias vísceras, que estallaban, llenas de purulencias ennegrecidas sin que lográramos apresurar la fin o mitigar el dolor.
Así pues, soy el último, y mi muerte, aunque lenta llegará ya en breve, sumiéndome en el mismo infierno en el que han de esperarme mis jueces...
Soy libre, es cierto, por que ya no queda nada a lo cual deba temerle, ni tampoco queda nada que amar, ni espero ya nada mas que la misericordiosa oscuridad que solo conlleva el sueño sin pesadillas de los muertos... Solo eso, la nada, o la misericordia...
Firmado en la séptima luna
El pergamino terminaba abruptamente en un borroso manchón rojizo, suspirando tristemente, el teniente coronel Terial guardó cuidadosamente el escrito en su escarcela, y salió del edificio.
Con paso firme, se dirigió a la plaza donde ya le esperaban impacientes el resto de sus compañeros...
Moviendo la cabeza negativamente, se dirigieron al resplandeciente vehículo que les llevaría de nuevo a su hogar en las estrellas...
Sariel Rofocale.
Umbra.