sábado, 6 de junio de 2009

Babilonia Rouge

Y llegué tan alto, que hasta la más leve brisa bastaba para aterrorizarme…

La ciudad me guarda sus puñales, con cariño y abandono,

Negro concreto que llama desde horcas brillantes

Ciega la fe de la hormiga,

Recogiendo sudor afanosa y simple;

Cuanta inocencia desde la altura,

Cuantos demonios disfrazados de insectos,

Gasterópodos, cronopios del averno,

Esperanzas marchitas, abrigadas con cartón y periódico…

Negras las nubes que vomitan veneno,

Féretros varios, in movimento,

Carcomiendo febriles las entrañas de este campo para nada santo…

Ciudad puta, Babilonia triste y en exceso maquillada,

Tus aterradores sonidos me limpian y laceran el alma,

Tus fantasmas vigilantes en las frías cúpulas,

Se disfrazan de cenizas,

Vagos, tenues escarabajos que retumban y entrechocan metales…

Hasta estas alturas me llega el olor de tus vicios;

Desde estas alturas te escupo con envidia,

Ciudad miedo, ciudad sueño, libidinosa y profunda,

Cuanto anhelo ser parte íntima de tus pesadillas…

Sariel Rofocale

Genealogias de la demencia


A veces me lo encuentro en la plaza, durante el ritual del mercado semanal, hastiado del olor a vegetales y muchedumbre, y con la espalda unos años más cerca de la invalidez.
Camina encorvado, lleva un gran peso, pero parece que aun le restan ascuas para retar con su mirada al mundo. A veces con su botellita de pegante, a veces con un cigarrillo medio apagado. A veces solo esta, allí, quieto, ensimismado, con una mueca neutra que puede significar cualquier cosa. Rodeado de comadres vociferantes, puestos de verduras y tomates restregados en el suelo.

A veces parece que el mismo es un tomate, una verdura cualquiera, insignificante, que alguien arrojó al suelo, que alguien arrastró hasta despellejar la piel y reventar el contenido, para olvidarla después… O sonríe, pero nadie atiende, si lo hiciesen, de cualquier forma, no podría engañarlos. Lo mismo podría estar alegre, o trabado, pensando en las burbujas de la comida que se pudre, lo mismo podría estar muriendo allí, tirado, ignorado hasta por el mismo.

Es flaco, menudo, como hecho de fibras. Últimamente lo he visto cojear… ¿Qué le habrá pasado? No hay sangre en su ropa… ¿Quién sabe? Este pequeño pueblo tiene también un lado sórdido, y él esta hundido hasta el fondo del lodazal. No hace falta mencionar que a nadie le importa que salga. (Ni siquiera a mi, soy más despreciable que el prójimo, que tiene la feliz disculpa de la ignorancia)
Lo conocí cuando era un recién graduado, ¿Saben? Había fuego en sus ojos, y relámpago en sus palabras, cuando yo no era nada más que un mocoso, apenas estrenado en el campo de batalla de la academia, claro que en ese entonces no había en sus ojos ese brillo de amargura entremezclado con orgullo, ese que tiene alguien que sabe que esta jodido, que nunca llegó su turno, que su tren ni siquiera alcanzó a salir, y que se va a morir así, tal cual, delirando, repleto de bazuco o pegante, recogiendo sobras de los puestos de comidas, matándose en construcciones, trasteos, por mil o dos mil para la próxima botellita, la próxima papeleta. Los condenados no tienen memoria, eso al menos podría decirme, si yo me atreviese a preguntarle. Me diría también que este no es un lugar maldito, yo, la verdad, no podría creerle.

Dicen muchas cosas, que le vendió el alma al diablo, (Por increíble que parezca, aún hay gente que se excusa con eso) que lo jodió el vicio, que está enfermo, que se está muriendo, (En eso al menos tiene razón) que lo dejó una novia de toda la vida y se volvió loco. Loco… Sobre todo le dicen loco, ¿Y por que no? Si todos tenemos ese derecho… Pero yo no lo creo, los locos no tienen esa certeza en los ojos, en la actitud y en los gestos. Ese reconocimiento de la propia realidad, esa tristeza infinita, del que ve como se ahoga, esa impotencia. No, los locos han sido bendecidos con la inconsciencia.

Me atrevo a pensar que no vivirá mucho, es una secreta esperanza, que quizás esté emparentada muy de lejos con la piedad y la compasión, no me parece justo que alguien sufra tanto, no me parece justo que un hombre cargue ese fardo tan pesado, durante mucho tiempo. A veces me sorprende el fugaz pensamiento de su muerte, en uno de estos amaneceres rotos. Que los locos y los mendigos vivan tanto es una muestra indiscutible del macabro sentido del humor de los dioses. Me consuela, (La verdad es que no me importa, pero si pudiese describirlo, esta sensación sería algo muy parecido al consuelo) pensar que la crueldad de estas calles a veces puede ser también útil, para aquellos que han perdido toda esperanza. Si de repente, lo perdiese todo, esa sería la solución que buscaría…

Creo que todos vivimos siempre a un paso de ese momento, que la alienación nos ronda a todos, es paciente, no tiene mayor afán, nacimos destinados a sus garras, es tan segura como la muerte. Solo espera un leve cambio, un pequeño desajuste, par tomar partido, irrumpir en nuestra vida, rompiendo toda esperanza y lucidez, acabando, deshojando, deshaciéndonos para luego vomitarnos, escupirnos al foso, con desdén, sin tragedia, yo diría que mas bien con una indefinible sensación de risa, una comedia barata que me hiela las entrañas por lo inevitable de su aparición… No se por que, la desgracia, la verdadera desgracia, se parece a un chiste flojo, algo contado en un bus, escrito en un baño, en la pared de un meadero cualquiera de la ciudad.

Lo encuentro a veces, en la plaza, por el parque, o en una callejuela, siempre medio perdido, medio escapado, a mitad de camino entre el vicio y la pureza, entre la tragedia y el mismo chiste flojo, entre la honestidad y el crimen, entre el dolor y la alegría… Me sorprende, no lo niego, me sorprende muy a menudo, encontrarle a veces, y sentir ese innegable parecido entre los dos…

Sariel Rofocale

Destinación


Contadas veces, entre los espacios que nos deja el tiempo…

La vió, por primera vez un domingo, en la feria. Avanzaba de prisa, moviéndose entre los minúsculos y abigarrados tenderetes de telas y bisoutterie, sin que se pareciese a una visión, pero con un empeño evidente al medir cada paso, cauteloso, franqueando con pericia y atrevimiento los abismos inexistentes del asfalto, casi gloriosa, en su valentía imaginaria.

Sin duda, fue eso lo que hizo más apremiante la necesidad de contárselo.

Pero, como suele ocurrir con las personas que esquivan abismos que no existen, desde luego con una valentía que tiene mucho de fábula y poco de fondo, ella se movió con una rapidez inimaginable, mucho mas de prisa que la intención de atarla con una mirada… Lógicamente, la chica desapareció, y allí habría terminado todo, si no fuera por la sensación de vacio que le lleno de repente, y que no remitió ni siquiera cuando, al día siguiente, la volvió a ver, repitiendo el ritual de su movimiento, la misma cautela, la misma prisa, la misma valentía imaginaria, sino hasta que se fijó en la pequeña maleta de ruedas (Buscando un taxi al aeropuerto, pienso que pensó) que arrastraba.
Sintió de repente esa imperiosa necesidad de gritárselo en la cara hasta que le estallara esa verdad en los ojos (O en sus oídos, quien sabe), hasta que la garganta se le secara en el cuello, hasta que la mano con la que la aferraría triturara su hombro… Y justo cuando su cuerpo iniciaba esa rotación salvaje que augura la carrera desesperada del que salva una vida, siguiendo el pronóstico (El augurio de un Dios, que se yo) ella encontró un taxi que la difuminó entre la caudalosa avenida.

La esperó durante varios días, hasta que estos, convertidos en meses, y luego en años, se encargaron de borrarla, y por supuesto, traérsela de nuevo, a los cansados días de su ancianidad. Y en medio de ese naufragio, la reconoció sin piedad por ese mismo modo de caminar precavido. Siendo arrastrada por una cohorte de niños salvajes, deformada para siempre su mirada por los pesares, la tragedia, el miedo y las alegrías de tantos años transcurridos…

Supo entonces, (Y le pesó amargo el corazón) que ya era demasiado tarde, incluso en el mismo instante en el que a ella la dejó el avión para volverla a poner, años mas tarde en el ocaso de su vida.

Sariel Rofocale