sábado, 23 de febrero de 2008

Mitago

Mitago


Pero ésa es una historia para otros tiempos y para otras gentes.



Lluvia, o por lo menos, la noticia de su próxima venida. Gotas de agua que aún carecen de un destino; y por ello se dejan azotar sin piedad por la furia del viento de la tarde. Trazando en el aire, entre los edificios, un antiquísimo mensaje que no acierto a comprender. Nadie lo ha logrado hasta ahora. Es demasiado trabajo para un solo hombre. Es más fácil aburrirse, perder el tiempo, o morir.

Me llena el alma, los pulmones; esta llovizna incipiente me plaga de memorias sobre ayer, sobre el futuro, sobre la extrañeza de la vida... Y de las gentes que por ella se mueven. Como ensangrentados insectos en un pantano de vísceras.

Me hace sonreír un poco, solo a medias, una mueca devastada, algo que no revele demasiado del dolor lacerante de mi cuerpo y lo que resta de mi conciencia.

Tito Strada, Tito, también trataba en vano de disfrazar su tormento, en la observación inocua de las pautas inexistentes de las cosas simples. En actos tan puros y sencillos como el de encender una cerilla, la primera bocanada de humo, el fuego de la chimenea, o el correr libre y cristalino del agua en las canales de la calle; Tito caía presa de la mas absurda de las contemplaciones, centrado, alejado del mundo, separado de la realidad por tan solo un tenue hilo de sentidos y percepciones. Nunca he conocido a nadie, capaz, como él, de desligarse por completo de la situación presente, en busca de los misteriosos signos de la armonía universal.

Muchos hombres y mujeres, especimenes típicos de esa raza de idiotas petulantes que rodea por doquier las montañas de mundo; han preguntado y juzgado una y otra vez, sobre la muerte de Tito. Hombres y mujeres que sin pensarlo, han establecido ya sobre este hecho la más cruel de las ignominias; la del chisme y el cotilleo. Poco me afecta; en vida, maese Tito Strada era inmune a estos detalles, no ha de ser menos quisquilloso en el lugar en el que se encuentre.

Era noble, de facciones más bien cínicas, a fuerza de la lucha por sobrevivir, con un cierto dejo de fastidio y envidia en cada uno de sus actos. Había amado y apreciado a infinidad de personas a lo largo de su corta vida, personas que el tiempo, la fortuna, habían llevado lejos de si; ya sea a la tumba, o a un lugar prominente en la vida de la gente. Alejado por completo entonces, de los dulces recuerdos de su pasado, preso y encadenado cruelmente, hubo de encontrar una manera de sobrevivir al asco inmenso de su propio fracaso en la vida. Y opto por vivir de memorias, por aprender a leer los signos del recuerdo en las configuraciones simples de la danza de las olas, el sonido del río y la lluvia tronando en el tejado.

No era valiente, los hombres complejos rara vez lo son, pero sin ser cobarde lamentaba en lo mas intimo de su alma, las oportunidades fallidas de elevarse de su condición con la fuerza de su voluntad y poniendo en riesgo lo que él, menos apreciaba en el mundo, su propia vida y pellejo. Jamás valoró demasiado estas cosas en su corta existencia. En eso quizas radicaba una parte de su tragedia; un hombre capaz de enfrentarse sin miedo a la muerte, sacrificándose a si mismo por un bien mas preciado que su vida misma, se halló inmerso desde su nacimiento en una cadena de hechos que le llevaban irremisiblemente a la mas rutinaria de las existencias. Una vida en la que hasta el mínimo acto del valor y el heroísmo ideales estaban condenados al fracaso de antemano. Tito vivió en un siglo, en el que los ideales forjados con honor y deber, eran ya presa de un absurdo y mediocre romanticismo. ¡Que terrible conquistador hubiera sido, que maravilloso caballero, y aventurero!
Pero no le quedo otra espada distinta a la de sus dedos, y más armadura que la de sus versos, y sus historias, que te dejaban descontento, por que él mismo estaba por completo insatisfecho de todo.

Tito murió en un sueño, plenamente convencido de la inutilidad de toda existencia. Sereno pero triste, escupió en el aire sus más dolidas canciones y partió para no volver, habiendo amado, y luchado como el más temible de los gigantes de un cuento, vivir, es sufrir; solía repetir a menudo, cuando las canciones se agotaban y el leve brillo de los fuegos fatuos acompañaba la velada de licor en el cementerio.

Cierta noche, tito concibió el mas salvaje de los designios; comprobar en carne propia la futilidad de la muerte; y habiendo amado con pleno derecho y seriedad el deber sagrado de respirar, decidió dejar de hacerlo, de manera silenciosa, algo insensata, pero imbuida en la elegancia y clase que caracterizaba todos y cada uno de sus actos.
¡Temible cita con el destino!
Esa noche, me citó en la encrucijada; una leve nota, escrita en un ajado pergamino, que había visto de seguro mejores días, me llevo allí con la con la conciencia temerosa, y la plena certeza de lo trágico y glorioso de la ocasión.

Algo en el aire, se encontraba inquieto, la bruma de la noche se alzaba del lago inundando las callejuelas de la ciudad con una persistente parsimonia, llenando el cabello de los escasos caminantes con una extraña mezcla de frío y agua. Tanto la tierra como las flores y todas las cosas vivas o muertas, parecían entonar un silencioso y ronco preludio de lo imposible...

Caminamos, mientras el rostro algo grotesco de Tito, palidecía ante cada furtivo movimiento del viento en los alerones de las casas. Estaba nervioso, y fumaba uno y otro cigarrillo con su doliente costumbre de asesinarse sin motivos. (Pero entre todos los seres humanos de este ajado y caduco planeta nadie como él, tenía más derecho a esa mortal protesta contra el hado histérico y malediciente que le había conjurado para existir) Estaba triste, y algo de esa tristeza me la comunicaba con sus pocas frases entrecortadas, y mi corazón latía desbocado, por que algo en mi espiritu sensible pero dormido, había empezado a comprender la magnitud de esta cita con el destino.

Pasaron una, dos horas, y muchas mas ininterrumpidas; cuando de tácito acuerdo penetramos la derruida mole de la barrera del cementerio; y nos encaminamos al habitual sitio de estadía, una vetusta tumba cercada por un jardín lujurioso pero sencillo, testigo de muchas otras noches de soledad, abandono, y desesperante vacuidad.

El vino corrió, y nunca he de volver a probar un elixir como ese, que estaba por completo empapado de la esencia del rocío, y de las lágrimas que habíamos derramado en innumerables ocasiones, ya sea por la crueldad de la vida, o por la misma inconstancia de los hombres.

Cuando ya vertía sus últimas gotas la moribunda botella, un tenue resplandor rojo pareció alzarse de entre los callejones de la ciudadela mortuoria, un resplandor que acompañado con el sordo pero acompasado sonido de lo que a mi me pareció el corazón mismo de todos los muertos; empezaba a inundar cada cavidad y resquicio del sitio con una tétrica luz que todo lo paraba, sumiendo el tiempo mismo en un estanque de hielo.

No sentí miedo, ni siquiera un asomo de ese terror primigenio que llevamos todos en lo más profundo de nuestros corazones, una rabia inmensa que creció en mi al contemplar la magnitud de lo que allí se gestaba me llevó de un salto al lado de mi amigo, que se encontraba por una vez en su vida, desconcertado.

De improviso una fuerza terrible se abatió sobre nosotros, queriendo destrozar por completo nuestros cuerpos, en una vorágine de lo que parecían chillidos y alaridos emitidos por seres putrefactos y dolientes que se movían incesantemente alrededor de nosotros. Una fuerza nos hablaba, con un murmullo de fuego y hielo; supe entonces por la concentración suprema que revelaba el rostro de Tito, que una certeza poderosa se abría paso entre su cinismo y su pena.

La fuerza aumento su furia y sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, me arrojó con violencia contra la pared de la tumba, mientras al instante una llamarada de dolor y agonía recorría todo mi cuerpo como un relámpago de verano.

Pude ver, entre la cortina de la sangre que nublaba mis ojos, como un oscuro agujero de vacío se formaba frente a mi amigo, palpitante, expectante, llamado sin cesar con pegajosa invitación a la nada. Junto a este agujero, separado por una barrera de oscuridad indescriptible, se alzaba una puerta de proporciones titánicas, toda hecha de luz y de metales, que refulgían sin cesar en el mismo latido que todo lo impregnaba con su endemoniada cadencia.

Elección, murmuraron los labios de Tito en ese momento...

¿Todo se reduce a esto? Pensé confundido mientras el torturante dolor impedía mis ingentes esfuerzos por enfrentar junto a mi amigo el pavoroso destino que le aguardaba.
Nunca me he sentido más inútil, nunca he sentido como en ese momento la terrorífica constatación de mis limitadas fuerzas. Mi amigo en cambio, tranquilo, sereno se encaminó sin dudar hacia el espacio entre la puerta luminosa y el agujero oscuro y palpitante.
Pude ver y sentir en mi propio cuerpo, la magnitud de las fuerzas que pugnaban por hacerse con Tito, cada una de ellas tan seductora y terrible como la otra...

Pero Tito siguió caminando imperturbable, apenas consciente de la batalla que por su cuerpo y quizas su espiritu se libraba en torno a el. Justo frente al vacío que se abría incitante, que sin llamar ni tentar, tambien me atraía a mí con la fuerza cálida de una descanso eterno...
Tito se dio vuelta y me observó mientras tiraba la colilla del cigarrillo... En su rostro cálido y amablemente triste estaba esculpida con fuego la verdad que siempre sospechó acerca del mundo que nos rodeaba.

Que todo era una farsa, un juego de dados entre dos niños eternos y grandes por el poder insignificante de una creación fortuita, fruto del más puro de los azares.
Engaño, engaño, un maldito engaño y un juego de cartas en el que la humanidad entera, con sus luchas y dolores, con sus penas y tragedias, tan solo constituía las fichas mediocres de un tablero de juego en el que el resultado final nunca seria algo por completo claro.

Pareció valorar mi esfuerzo impotente por alcanzarle, por... Que se yo, afrontar con él los temores del momento... Y un sonrisa torcida ilumino su semblante, como queriéndome decir con toda la fuerza de su continuo martirio...

¡Adelante, viejo amigo! ¡Lucha, sin temores!....

Todo es tan fútil y estúpido que solo nos queda esta última terquedad de caballero valiente perdido en un siglo en el que el valor y el honor han muerto y son moneda de pago dentro de este gran prostíbulo...

Y dando media vuelta se lanzó a la carrera, abrazando con gesto poderoso la nada que ya se abría ante él y le devoraba...

Al instante el cementerio recuperó su mediocre placidez de siempre; escuché los escasos coches que atravesaban las avenidas, el sonido del viento y el frío que ya empezaba a detener la sangre que manaba de mi cabeza... Y lloré...

Lloré por la crueldad de mundo, por la futilidad del esfuerzo de la gente por hacerse un nombre, cuando el futuro previsible era la agonía eterna, o la placidez sin memoria y voluntad. Lloré por mi impotencia, por mi sangre, y las lágrimas lavaron mi rostro y mi alma de toda pena y toda culpa.
Comprendí entonces la facilidad con la que Tito había aceptado ese destino... Puesto que había amado, llorado, penado y torturado su alma sencilla, tenía todo el poder de decidir no ser parte de la farsa universal, y ser por fin uno solo con la paz y la tranquilidad que solo le podría brindar una existencia ininterrumpida en la nada.

El mundo recuperaba su rutina, y a lo lejos empezaba a quejarse la primera de las aves de una mañana que ya anunciaba con bombos y trompetas su asqueroso fluir de siempre...
Lentamente me encaminé a mi casa polvorienta y solitaria, con la conciencia de haber testificado por fin, el primer milagro del mundo... No se por que, pero una paz infinita pareció abatirse sobre mi cansado espiritu, y al ver que yo mismo tambien había amado, y sufrido, y buscado, perdido y encontrado, supe con certeza que en algún tiempo, después de mas días, mas tragedias y alegrías, mas desesperanza y horrible soledad, también me llegaría a mi el turno de decidir... Quizas por que los poetas son los únicos que pueden vivir y morir, en la medida de sus letras y sus sueños...
El sol alumbraba ya la adormecida faz de la ciudad; y mientras quemaba la carta de Tito, sonreí...

Umbra
Ojalá encuentres la paz, valiente K.
Ojalá tu historia sea feliz.

Algún día, cuando el mundo recupere la magia que ha perdido, podrán volver a nacer los mitos...

viernes, 15 de febrero de 2008

La condena


(Veronique II)


El huyó, después de la fatídica noche en la que tomo conciencia de lo inútil de todo escondrijo. Cuando supo, que para su desgracia, su recuerdo le iba a atormentar hasta el último segundo de su vida, no tuvo otra opcion mas que la de correr.
Por que no puede escaparse de los recuerdos, mas aún, no puede huirse del recuerdo de una persona que todavía vive.
Así que corrió, y escondió su dolor y su añoranza en todos los rincones que encontró apropiados para escapar de su presencia. Vagó por las playas doradas de la Cerdeña, por los canales oscuros y malolientes de una Venecia cada vez mas hundida. Y aún, en los oscuros y derruidos castillos de los cárpatos, siempre encontraba su recuerdo, siempre había alguien que le informaba de su paradero, de su vida, de sus triunfos, de sus fracasos. En fugaces visiones de un periodicucho de cualquier pequeña república centroafricana, encontraba su imagen, igual de hermosa, imperecedera, siempre coherente con el rostro que su memoria no recordaba sino a medias, pero que poseía la fuerza de un latigazo permanente en la cara.
Y de todo su vagar, de todo su recorrer errante los caminos del mundo, nunca pudo encontrar un refugio que le permitiese enterrar en el pasado su rostro, su voz, el color y el tacto de su piel, y de todas las mujeres que amó, o que simuló amar para combatir la soledad o el aburrimiento; ninguna logró jamás borrar aquel maldito rostro de su cabeza... Mucho le pesaba, pero temía, cada vez que pensaba en el día de su muerte; espantosamente cercano; que iba a amarla siempre, y hasta incluso, después de la muerte.
Veinte años, veinte años pasaron como un milenio sobre su piel y sus huesos, y a los cuarenta y tres era un viejo nervudo y esbelto, pero terriblemente cansado y dolido. Ni los ires y venires de las gentes y las naciones lograron jamás devolverle la paz que tenía justo antes de conocerla, y besarla por primera vez. Veinte años en los que sus momentos junto a ella se le hacían los más terribles y los más hermosos de toda su vida.
Una vida que empezaba a morir a pasos agigantados.
Una vida que perdía, no por el fútil motivo del amor fallido, no por ella, aun cuando ella tuviese todo que ver.
El sabía que moría, por que había fumado como un condenado treinta cigarrillos diarios en su torpe y cobarde esfuerzo por acabar con el recuerdo de su calor, entre los espasmos de sus pulmones cariados y negros. El sabía que moría, por su añoranza, por su maldita y amada añoranza...

Abrió las ventanas de su cuarto, en aquella pequeña villa del norte de Mattera, y la visión de las cuevas troglodíticas, refulgiendo con sus fachadas primorosamente encaladas, hirió sus velados ojos, con la luz del amanecer amarillento y glorioso...
Comprendió de súbito que con su muerte no terminaría el tormento... Y ante la certeza de esta derrota tan contundente, no pudo más que espetar un - ¡Mierda!-, que le lleno el alma de asco y pesadumbre...
Se dirigió hacia la cama y con una sonrisa triste en los labios encendió su último cigarrillo para esperar a la muerte...

Sariel Rofocale

sábado, 9 de febrero de 2008

La caja de cuero...

Into the endless dark, are waiting the most terrible gods,
Waiting… Forever waiting…
(Cuentos de Mamá Calavera
Arles 1998)


En el cielo, los bastardos como tú, no deben sufrir calambres...
Fue el primer pensamiento de Thomas, cuando el corroído espejo le reveló con descarnada certeza; lo que él mismo, no hubiera podido aceptar la noche anterior.
Ya no eran unas esporádicas canas lo que afloraba en sus sienes. Ya no eran pequeños óvalos de piel lisa y tersa lo que se veía en su frente. Eran los círculos enormes de la calvicie, una calvicie rojiza y brillante, como recién pulida con cera.
De inmediato cayó en cuenta, de la futilidad de su razonamiento. Si en verdad existiese un cielo, ese era el último lugar en donde le corresponderá estar. Y no por que en sus aburridísimos 50 años de vida hubiera cometido demasiadas insensateces. No; era por que el cielo, o por lo menos tal como lo pintaba el estupido que hacía las veces de cura del pueblo en el que vivía; no era un lugar en donde se recibiese a los mediocres.
La sonrisa cansada y amarillenta del reflejo le asintió con crudeza. Si; los perdedores, van al infierno, sobre todo los obesos perdedores de 50 años, que trabajan como meseros en hoteles decadentes.
Si; sobre todo los obesos y enfermos meseros que esbozaban día a día, mes a mes, la sonrisa de vaca preñada del que quiere obtener una propina con la que pagarse las cervezas de la noche.

--Si—Dijo en voz alta Thomas ante el corroído espejo—Eres un jodido y condenado perdedor. Eres un mediocre, un mediocre de quinta al que no le quedan más de 10 años de vida.

Y el reflejo asintió con crudeza, ¿Acaso pretendía que aquel ser que envejecía y moría al mismo tiempo que él, le engañase?
Suspiró cansado, y consecuente con la rutina, la espantosa rutina; procedió a poner un día más en la interminable lista de borrones de su vida.
Desde hacía años, su vida era una cadena enorme de borrones, de días tan espantosamente iguales a todos, tan aburridos y pestilentes; que su propio inconsciente, compasivo después de todo, tuvo en un momento ya imposible de recordar, la gentileza de hacerles olvidar todos y cada uno de ellos.

Salió a la calle, recién afeitado, ligeramente perfumado con la solución de aceite de sándalo que en su juventud le hacía sentirse un poco más interesante; pero que ahora solo le hacía sentirse como una vetusta momia parlante.
Encendió su primer cigarrillo del día y aguardó resignado, a que el calambre de sus huesudas rodillas desapareciera con el frío de la mañana.

La miserable agonía duró un poco más que de costumbre; otra prueba irrefutable de su irreversible vejez. Sin pensar demasiado en ello, y no queriendo mortificarse el día con mayores razonamientos de ese tipo, se movió casi con pereza hasta la acera frente a su edificio.

El café Hanoi se encontraba en esa calle desde mucho antes que el joven y soñador Thomas irrumpiera con sus ligeros 17 años en la somnolencia del pequeño pueblo de provincia. Y hasta donde recordaba, su propietario siempre había sido el mismo enorme y grasiento vietnamita Co hong.

Como de costumbre, el obeso cocinero le saludó desde el fondo del establecimiento, en donde se encontraba la cocina con un grito en estridente y cantarín.

--Aeh Jaah, señol Thomas, ¿lo mismo de siemple?—.

Riñó sin necesidad a la camarera vestida con un desastroso uniforme azul y con un gesto le señaló a Thomas la mesa cercana a la puerta.

El local era una confusa mezcla de cafetería que cumplía las funciones de bar sin categoría en las frías y brumosas noches del pueblo. Decorado con motivos alegóricos al oriente lejano, biombos deslucidos de papel, una infinidad de abanicos rojos y amarillos se posaban en las paredes como repugnantes insectos chillones.
Una docena de mesas pasadas de moda y una barra brillante y de fragante cedro eran todo el mobiliario. La pequeña puerta de madera y vidrio, siempre había existido reclamando a gritos una esponja y algo de jabón.

El desayuno llegó pronto, huevos revueltos con jamón y queso, dos panecillos calientes con mermelada de alguna extraña fruta del trópico y un café fuerte, negro, sin azúcar, al que el cordial vietnamita agregaba siempre algunas astillas de canela.

Thomas suspiró repentinamente cansado, y se dedicó a atacar con verdadera hambre la modesta comida, mientras echaba miradas distraídas a las venosas piernas de la camarera y a su caído busto, medio contenido por el abierto y remendado escote.
No era un hombre demasiado complicado, pero en momentos como ese su mente parecía extraviarse dentro de las aceitosas moléculas de su comida, sin divagar más allá de su propio plato. Podía escuchar el ruido de los sartenes, los ocasionales regaños del cocinero a sus ayudantes, y el aroma de los alimentos fritos llegaba a su nariz con insistente molestia.
Su cerebro volvía a funcionar justo cuando el café estaba ya tibio y lograba a despecho de los deseos del estúpido encendedor de aluminio encender el segundo pitillo del día.
Entonces se arremolinaban en su conciencia todas las labores que debía cumplir antes de dirigirse al hotel en el que trabajaba.

La comida de los gatos, pagar las facturas de luz y agua, comprar un periódico que probablemente diría lo mismo que el día anterior, escupir tres veces ante la estatua del parque central y encender una docena más de cigarrillos. ¡Ah! Y no olvidar comprar otro cartón de tabaco en la licorería que estaría abierta hasta las 10 de la mañana...

Todas estas cosas fueron rumiadas una y otra vez antes de decidir que el día continuaría con o sin él y que más le valía ponerse de pie y pagar la cuenta antes de que Gabriela, la mesera, viniera a su mesa a cobrarle por si misma.

Le desagradaba intensamente esa mujer; cada vez que se le acercaba sentía esa repulsión innata ante las cosas desagradables que todo hombre tiene en lo más íntimo de su ser.
No le costaba demasiado imaginársela en un burdel, como una hastiada y repugnante matrona, limpiándose la entrepierna con un sucio trapo rojo y aguardando a su próxima victima... Si, como un enorme y rojizo insecto de cabello castaño rizado.

¡Basta!

Sacudió su cabeza con furia y pagando la cuenta salió con prisa del local sin detenerse a saludar de nuevo a su anfitrión.

Caminó con prisa las contadas cuadras que le separaban de su primera parada; la licorería; fumándose con parsimonia el último cigarrillo que le quedaba, y prometiéndose a sí mismo, por millonésima vez en los últimos 30 años; que lo dejaría en cuando su situación económica mejorase un poco. En cuanto el anciano tío abuelo que llevaba muriéndose 45 años muriera por fin y le dejase toda su modesta fortuna, recaudada como estafador de pobres litigantes. Vale decir que el tío Arthur era abogado de un medianamente prestigioso bufete de abogados en Buenos Aires.

La acera que estaba recorriendo era un amplio pasaje de árboles de sauce y pequeños jardines cercados, en donde las primeras begonias de la temporada; arrojaban su estridente concierto de olores delante de los primeros transeúntes del día; el viejo repartidor de periódicos, tuerto desde hacía 10 años por un accidente con un palillo de dientes.(Thomas le compró el periódico del día respondiendo con murmullos que podrían significar cualquier cosa) Los niños recién bañados que acudían al instituto cristiano casi arrastrados por sus madres presurosas y en bata; (Y que olían a los huevos y el chocolate del desayuno medianamente disfrazados con el aroma rancio y metálico de la crema dental) y la infinidad de coches y transeúntes medio dormidos que tenían en sus ojos esa mirada que revelaba muy bien en donde preferirían estar en ese momento y a esa hora de la mañana.

Rostros y personas, caras y expresiones que habitaban sin remedio un pequeño pueblo que ya no era tan pequeño y que llevaba más de 20 años tratando de convertirse en una ciudad en la que jamás se convertiría. Cosa que no pensaban ni los progres ni los políticos de avanzada que también estaban desterrados a este pequeño y placido infierno provincial.

Entró a la licorería y después de pensarlo un poco, como siempre; ya que pensaba que unos minutos de aparente indecisión le bastarían a si mismo para convencerse de nuevo que no era un viejo aburrido y sin ganas de absolutamente nada; se decidió por los cigarrillo de siempre, (Rubios con filtro) y salió de nuevo a la calle, rompiendo lentamente el paquete de 20 minutos gratis de ida sin retorno a una muerte humillante.

Se sentó en uno de los bancos, mojados por el rocío de la noche anterior y encendió otro pitillo dejando vagar su mente bastante lejos del momento presente.

Transcurridos los 10 minutos de rigor, que le dedicaba cada día a esa especie de nada pensante en la que se convertía su cabeza; y se disponía a levantarse del banco, notó extrañado que se encontraba sentado sobre un objeto duro y punzante que le había estado lastimando el trasero desde hacía ya unos minutos, pero que él, demasiado abstraído en no pensar, ni se había detenido a sentir.

Se levantó y observó en el banco de concreto una pequeña caja de lo que parecía ser un cuero blancuzco y gastado, en el centro de la isla que había dejado su abrigo al secar las gotas de rocío.
Se inclinó lentamente, procurando no molestar el calambre que ya empezaba a gritar en sus piernas y la tomó con delicadeza.
La sintió en sus manos sorprendentemente fría, helada podría decirse, y extrañamente pesada.
De inmediato notó que parecía tener una vibración propia, latía en efecto como si dispusiera de un corazón de cuero también blancuzco y deslucido que le comunicaba desde su interior alguna especie de mensaje secreto y movible.

¡Tonterías! Se dijo a si mismo, ¡Estas desvariando estupido anciano!, ¡Arroja esa pequeña mierda a la caneca de la basura y mueve el culo de una buena vez antes de que se te haga tarde!
Pero sin pensarlo siquiera se la guardó de inmediato en el bolsillo interior del grueso abrigo de lana. Y se dirigió al pequeño supermercado a comprar el resto de las cosas que le hacían falta y a pagar en la caja las cuentas que tenía en el otro bolsillo del gastado abrigo; antes de tomar el micro y dirigirse al trabajo.

Fue una jornada extraña. De alguna manera lo supo en cuanto se metió dentro del uniforme rojo de mesero, mientras se ajustaba el corbatín en el cuello de la inmaculada camisa blanca. Era extraño de muchas maneras, no solo por que no tuvo conciencia del momento en el que se guardó la pequeña caja en el bolsillo de su chaqueta roja de capitán de meseros. (Lo notó cuando trató de esbozar la sonrisa vacuna de siempre y no pudo hacerlo) Sino por que el catzurro de Menéndez le dijo con la voz tensa antes de dirigirse a tomar un pedido a la mesa tres (Cercana a los ventanales de la piscina).

--¿Que demonios te pasa Zaboni? ¡Tienes una cara de asesino en serie como para pegarte un tiro!--.

--¡Va fan … !—Pensó Thomas alarmado-- ¿Por qué stronzo no puedo sonreír?
Trató y trató, ya verdaderamente alarmado, de dibujar una sonrisa en su rostro, pero cuando creía poder lograrlo, solo lograba obtener una extraña mueca que los cristales de las ventanas le revelaban como un gesto de perturbado.

Solo se atrevió a atender a una pareja de ancianos que se encontraban cerca de la chimenea. Pero cuando se acercó con lo que el creía era su misma actitud servil que tanto agradaba a los viejos, estos le miraron alarmados y balbuceando una excusa cualquiera se retiraron con prisa de su presencia.

El resto de su jornada la pasó observando ceñudo a los meseros a su cargo y procurando evitar observar de frente a cualquier persona. Ya que cada vez que intentaba acercarse a una, de inmediato esta se escabullía con un terror en la expresión que a él mismo se le hacía escalofriante.

Nunca el tiempo se le había hecho tan largo, nunca contó con tanta ansiedad las horas que le faltaban para colgar el uniforme, y jamás durante sus 30 años de trabajo, le había importado tan poco largarse a casa sin un centavo de más en el bolsillo.
Un sudor frío le recorría la frente todo el tiempo desde que salió del trabajo hasta que cerró tras de sí la puerta de su casa.
Se dio cuenta que había corrido como un loco la distancia entre la parada de micros y su apartamento, y se dio cuenta, así mismo, que estaba verdaderamente aterrado.

Sentía como si detrás de las sombras de la calle se encontrase un monstruoso engendro dispuesto a devorarle; creía ver en el rostro de los nocturnos transeúntes, un demonio disfrazado de persona que en cualquier momento imprevisto se despojaría de su máscara para arrancarle la garganta a zarpazos.
Y en cada momento de este desesperante recorrido, había aferrado contra su pecho la pequeña caja de cuero, apretándola con fuerza, como si temiese que alguien, o algo; se la pudiera arrebatar.

Despacio, temblando incontrolablemente se dejó caer en el sofá y colocó con temor la pequeña caja en la mesa del centro de la sala. Se recostó pesadamente sin perderla de vista y encendió con las manos moviéndose incontrolablemente un cigarrillo al que dio vigorosas chupadas.
Como llamando a un amigo el humo acre y gris se adentró en sus pulmones calmando sus enloquecidos nervios. Suspiró con fuerza, repentinamente liberado de sus temores, pero notando con inquietud, que todo su cuerpo era una superficie de negro y constante frío, que parecía emanar no de sí mismo, sino de la extraña caja que tenía ante sus ojos.

Y justo cuando el temor comenzaba a abrirse paso en los límites de la calma impuesta por la nicotina, un repentino movimiento sonoro de su vientre le informó que tenía hambre.
Suspiró de nuevo, manifiestamente aliviado y olvidando de momento la caja, su miedo, y espantoso día que había tenido; se dirigió a la pequeña cocina, para lidiar con su estómago.

Encendió la luz, prendió el fogón a gas y sacó de la nevera una cerveza, pimientos y cebolla. Colocó la sartén al fuego y agregó el aceite esperando pacientemente, mientras fumaba otro cigarrillo y bebía pequeños sorbos de su cerveza.
Todo muy normal, todo muy humano, la misma rutina de cada noche para todos los solterones obesos y medio calvos del mundo. Se sorprendió al recordar el pánico intenso que le agarrotaba el cuerpo hacia tan solo un par de minutos. Casi podía volver a sentir junto a su pecho, en el bolsillo de la camisa oscura el latido perceptible y perturbador de la caja;

¡Dios! ¡Casi podía escucharlo de nuevo en su cabeza!

Se preguntó de con pena si por casualidad no habría pillado uno de esos resfriados de la temporada.

Agregó tres huevos a la sartén humeante, retirando la mano prontamente para evitar que el aceite chisporroteara en su piel.
Peló la cebolla con el cuchillo grande, poniendo en juego toda su atención para no cortarse un dedo, limpió y cortó en tiras los pimientos arrojándolos al sartén; cortó después la cebolla en pequeños y geométricos trozos a los que agregó pimienta y algo de jengibre.

De nuevo estaba escuchando el latido, justo en sus oídos, llamándole, comunicándole desde un lugar mas allá de su cuerpo la misma sensación de frío, bajó la vista y colocó con su mano izquierda el cigarrillo medio consumido en la comisura de sus labios, mientras empezaba a canturrear una cancioncilla de su niñez...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Sentía como si de pronto su cuerpo se metiera en una niebla invisible, se sentía pesado, casi dormido...

Respirando ruidosamente aplicó sal y queso a la mezcla y tomando una toalla de cocina se envolvió la mano izquierda. Llevó el sartén a la sala, y encendió el televisor, tratando de no mirar a la mesa, donde sabía que se encontraba la pequeña caja.

Mientras posaba sus ojos en el aparato, sin intentar poner atención a las imágenes, mordisqueaba con deleite su cena; le gustaron el particular las pequeñas rodajas de jamón que había puesto en el sartén. A pesar de recordar muy bien que en la mañana había visto el paquete vacío en el refrigerador y lo había arrojado a la basura haciéndose la promesa mental de comprar otro paquete en el supermercado; cuando regresara del trabajo... Pero después de todo, últimamente (Los últimos 50 años de su vida) los había pasado haciéndose promesas que jamás cumpliría (Como su adicción al tabaco).

Tenían un sabor conocido, no solo sabían a jamón, sabían a... A...

Bueno, no podía recordarlo, pero sabían bastante bien; eran tirantes y dulzonas, un poco saladas en el fondo, pero en general el sabor le agradó, y se prometió (De nuevo) comprar la misma marca la próxima vez.

Estupendo, iría a dormir y el día de mañana arrojaría esa estúpida caja a la basura.

Apagó el televisor y volviendo la vista hacia la mesa de noche un sudor helado le recorrió la espalda.
Una mancha oscura pero cálida se hizo en sus pantalones mientras observaba con mirada idiotizada el espacio donde habría jurado que dejó la caja hacia tan solo unos minutos.

Colocó el sartén en el suelo y se dirigió a la mesa, buscando la caja bajo los cojines y el sofá, hasta toparse de nuevo con la sartén en el suelo.

Vió a la luz difusa de los autos que pasaban por la calle una rodaja de aquel jamón que tanto le había gustado en el fondo del sartén.

Le dolía terriblemente la mano izquierda, no recordaba que el golpe que se dio con la puerta del refrigerador hubiese sido tan fuerte. Se quitó la toalla de cocina observando su mano con atención.

Había en ella un detalle que no alcanzaba a comprender, algo faltaba, estaba hinchada, pero pálida, como si alguien hubiese sacado de ella toda la sangre, y le temblaba violentamente.

Se presionó la cabeza con la otra mano para intentar entender, allí estaba, en su lengua, pero no acertaba a dar con ello...
Hasta que los ojos se le iluminaron en un destello de dolorosa y asqueada comprensión...

Derribó el televisor en su difusa carrera hacia el baño, tratando de contener infructuosamente el flujo que venía de su estómago y trataba de escapar por su garganta.

Esa rodaja, ese pequeño, minúsculo trozo de quemado jamón, esa uña a medio freír...

Y con cada arcada, llegaban a su cabeza retazos de percepción clarificados, más luz, más luz...

...Luego tomó el cuchillo con la mano derecha mientras colocaba su mano izquierda en la tabla de picar y empezaba a quitar pequeñas rebanadas de su dedo pulgar.

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

El cuchillo estaba afilado, pero le sorprendió constatar que la uña del dedo ofrecía una pequeña resistencia a su filo, aplicó un poco mas de fuerza y siguió convirtiendo su dedo en pequeñas rodajas...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Pequeños surtidores de sangre surgieron cuando llegó al hueso, y crecieron de tamaño mientras los minúsculos vasos de las falanges estallaban y eran segados sin compasión por el filo del aluminio flexible... Siguió cantando con una sonrisita estupida en el rostro...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

El cigarrillo le colgaba apagado de la boca, mientras contemplaba el charco de sangre que iba formándose en el suelo, y sus zapatos, y en la superficie del mesón de la cocina...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Cuando llegó a la palma de la mano, en la que latían pequeñas hebras de tendones y piel; tomó la tabla y con el cuchillo manchado empujó las rebanadas de su dedo a la sartén... Aspirando con fruición el aroma de la carne friéndose...
Un aroma sólido, que le recordaba su niñez, cuando su abuela mezclaba el sartén en el antiquísimo fogón de leña de la casa familiar, friendo con parsimonia el cordero de la noche buena...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Vomitó durante un largo rato, devolviendo con una mezcla de asco y alivio toda la cena y el desayuno de la mañana. Vomitó hasta quedar medio inconsciente, con la fuerza apenas necesaria para arrastrarse hasta la ducha y recostarse contra la fría pared de azulejos.

El latido volvió; esta vez más persistente, más cercano.
Lo notó en el bulto que la pequeña caja hacía en el bolsillo del pecho de su camisa.
Allí estaba, el pequeño artilugio de cuero, latiendo al compás de su torturada cabeza; latiendo al ritmo tangible de su mano izquierda, que era un ascua de dolor...

Vibrando al compás de su risa, que se elevó; de un pequeño gorgoteo en su garganta a un alarido histérico que sacudía todo su cuerpo incontrolablemente...

Se volvió a la pared con la mirada apagada, intentando escapar del latido, intentando a toda costa huir de él; de su llamado, que era cálido y sinuoso; que parecía esconder pequeñas y movibles repugnancias en el borde luminoso del frío que le empezaba a dominar de nuevo...

Intentó atravesar la pared rompiendo los azulejos de la ducha; y solo hasta que sintió el dolor que corría por sus brazos hasta el cuello se dio cuenta que sus uñas yacían abandonadas como canicas arrojadas por un niño aburrido en el suelo. Canicas planas, sangrantes y despedazadas.
Sus dedos eran deformes muñones rosados bordeados por negros festones de músculo y piel; y en la pared había dibujados con su sangre; trozos de una incomprensible escritura...

Rió de nuevo, perdida para siempre la cordura... mientras se dirigía a su habitación con pasos desordenados; y sumido en un vacío viscoso y sereno; sacaba del cajón inferior de su mesita de noche el cromado y brillante revolver de su difunto padre...

Ya no era ni risa, ni alarido histérico, era el llanto de su inocencia partida para siempre, era su vida desfilando incoherente ante sus ojos. Eran los hilos de un dios imposible moviendo sus afilados y blancos dedos, jugando con el destino del mundo...

Pero era la caja, vibrando, tocando las fibras más delicadas de su conciencia, revelándole el horror infinito del vacío eterno. Y esa nada, esa absoluta carencia de luz se le antojo mas horrible todavía; cuando descubrió las gigantescas formas tentaculares que esperaban salir de ella...

Gritó entonces, gritó hasta sentir que su garganta explotaba en mil pedazos que danzaban vibrando al compás de la maldita caja...Y se dio cuenta, demasiado tarde que el estallido de luz, que surgía del cañón del revolver cromado, ocultaba también tras de su blancura, una nada oscura en la que nadaban los monstruos tentaculares...



El agente Spinoza encendió con los dedos temblorosos el último cigarrillo del arrugado paquete... Temblaba, lo notó disgustado; ese temblor era inverosímil. Pero la escena que había contemplado en el apartamento del edificio frente a él haría temblar hasta al más curtido de los oficiales de la policía metropolitana.

Era simplemente... Horrible... Pero a la vez tan familiar... Ese pobre loco, tendido en la cama, con los muñones de sus manos aferradas a la camisa, y su cráneo abierto por el disparo; una especie de orquídea en la que se mezclaban cabellos blancos y negros...
Sintió cansado el espasmo que precede al movimiento convulsivo del estómago el pecho, pero a duras penas logró contenerlo... Dio otra calada furiosa a su cigarrillo respirando con fuerza, y cerrando los ojos; mientras una capa de sudor frío le cubría la frente de improviso.

La voz de su compañero de patrulla le sacó con un estremecimiento de su mutismo

--¡Eh!, ¡Spinoza!—Dijo el agente Gunther-- ¿Estas esperando a tu jodida madre?.

A regañadientes, con todo su cuerpo crujiendo mientras se obligaba a ponerse de pie; notó, en el espacio seco que su chaqueta había dejado en el banco de concreto mojado por el rocío de la noche, una pequeña caja de lo que parecía ser una especie de cuero blancuzco y desvaído.
La tomó sin pensarlo siquiera y apresuró el paso hasta la patrulla donde su compañero le increpaba con la mirada.

Iba a ser un día muy, muy largo.

Cuando intentó sonreír al ceñudo agente, se dio cuenta extrañado, que los músculos de su rostro se negaban a obedecerle...

Sariel_Rofocale

Esperando la mañana

Esperando la mañana, en una noche que muere.


Le llamaban la tía, y su tugurio cobijaba el hambre y el sueño de los viandantes de la urbe dolida.
No era más que una covacha un tanto miserable, pero allí a cambio de poquísimo dinero, podrías obtener calor, una sonrisa desdentada y comprensiva mientras encendías el último cigarrillo antes de la aventura riesgosa de volver a casa con una borrachera tremenda y moribunda.

No recuerdo la razón por la que Dante, Mayorga y yo, caminábamos los sombríos pasajes de una ebriedad barata. Quizás por que la luna llena se alzaba majestuosa y burlona sobre el cielo de nuestras desdichas.
Por que era una noche de magia a la que había de rendir tributo, sin más carne que la de mi pecho descubierto al viento frío del páramo, sin más himnos que mi propia voz, agonizando en el frío del tranquilo cementerio.
La noche sabía a miedo, la noche me sabía a espanto, y tanto Dante como yo compartíamos ese secreto saber, esa oculta seguridad, la certeza de la muerte, riendo en silencio en nuestra espalda, precipitándonos a la nada, al fin ominoso que todo poeta ha de tener en el mundo que le ha sido asignado.

Tenía en la lengua ese regusto acido y dulce, del vino barato y tibio, recién salido de las entrañas de la tienda, puesto que pobre era el bolsillo de los celebrantes de aquella meticulosa ceremonia.

No han de enfurecerse los hados por tamaño despropósito. Querer tan solo ser viento y pretender saltar, abrir los ojos en el suelo, violar la intimidad de la piedra, llorar, impávido y sereno, las rosas malditas olvidadas en manos traidoras…
Todo aquello de lo que se compone la pena, la bizarra tristeza que empaña la piel de los sobrevivientes de la urbe.
La vivencia de cada paso dado, de cada engaño sorteado, la dulce y escaldante agonía del que vive y piensa, sin tener por ello mayor utilidad en el mundo.
No más, al menos que la de las risas de los borrachos de cantina, no más que la urgencia de moverse rápido, antes de que el tedio nos encontrara en estas calles, sin refugio caliente para protegernos.
Es cosa seria el tedio en las noches de insomnio, es cosa seria el destino frío en el figón caliente de la morada última.

El sacrificio fue consumado, la negra sangre de la tierra broto generosa de la botella barata, y los sones roncos y sinceros de las almas dolidas, resonaron con fuerza en el valle donde se enclavaba la blanca ciudadela.
Llena de acogedores rincones de ensueño, tentadores apartamentos de la burguesía de la muerte, hotel cinco estrellas de los vagabundos y los guerreros cansados y batientes.
De tan buen servicio, que auguraba un retorno imposible y una estancia matizada cono los cretinos turbadores de los sueños eternos.

Allí, al amparo de las pesadillas, allí, cuando el frío y el sueño amenazaban con tomar su presa en mi fatigada voluntad; arrancar con ansia, la paz remota que aún conservábamos, pude sentir su presencia, mi ángel tutelar, acariciando mi rostro frío y amoratado, apaciguando la rabia, en la tormenta de odio ajeno que amenazaba con romper los diques de mi realidad.
¡Ah! De la alquimia del vino, el arcano químico que nos da olvido y que me hace recordarla.

Murieron los roncos acentos del tiempo, palideció la noche ante el frío cortante de la aurora, y solo restaba el café, caliente y sencillo, observando la agonía del cielo, cuajado con las últimas estrellas.
Que joya le regalaría yo a los ángeles, con que limpia sinfonía, ajena a los cantos de Satanás acariciaría sus rostros, sin evitar llorar y maldecir el pasado doliente y vergonzoso.
Que madero podría asir yo antes de hundirme de lleno en su hechizo, antes de poder salvarme, sin poder ya huir, y sin querer hacerlo.
Ese ángel que me turba de a poco, y de manera astuta y silenciosa, me hace necesitarle, sin que medien tan solo barreras, sin que importe la distancia, ni la soledad dulce y sincera del vino.

Dante proclama su odio, a las criaturas todas de la tierra. Mayorga recuerda la sangre manchando sus dedos inocentes, “Si usted me entiende”.
Son negros estos ojos impertinentes. Son tres soñadores sin cuento, sin razón y sin destino, morirá y nacerá la vida, en las callejuelas puras de la raza, y no habrá un cántico que nos redima. Moriremos, ¡Eso es cierto! De impune manera se gozará la tierra el espectáculo de la rabia, en callejones abiertos caminarán las almas, no existirá una razón ya para seguir llorando, ni tampoco la habrá para sonreír.
Cierra ya el negro de la noche inmoral. Surgirá de nuevo, mañana, quizás pasado, ante el vuelo del halcón y el atronador saludo de las aves puras a una mañana de sangre.
En algún lugar, hoy se ha vertido vida, ya que gris y plomizo es el amanecer, sin que ello me quite, de la piel y del alma la necesidad de verle, la necesidad de ver, todo el tiempo que sea posible, más amaneceres grisáceos. En su suave compañía, curaré mis alas rotas, con este café, con este humo de futuro incierto.
Es cierto, es poco probable que ocurra, pero la sola ilusión de que pase, es más fuerte que la más dura de las drogas, más fuerte que este cansancio infame que me atormenta las venas.
Hoy no soñaré con sangre, dormirán las alamedas su vida, mojarán los campos los tenues rocíos de los dioses. Pero no culminará esta historia, hasta que todo lo que haya que hacerse, sea real, hasta todo lo que deba decirse, pueda enunciarse. Hasta que las palabras sean hechos. Hasta que este sueño, sea más real que la dura y solitaria cama que me espera con ansia.

Sariel Rofocale.

E tutto!! Es tonto, es infantil y mediocre como todo lo que escribo cuando estoy feliz y tranquilo…
Pero va en el todo mi amor, y todas las bendiciones… Para ti!!!

Carta a Charlotte (Veronique, fragmento de una obsesion imaginada)

Algo podrías hoy reconocer, algo acerca de ese gris invierno, que congelaba las gotas de agua; transformándolas en un collar de grises y manchados diamantes, colgando de las pocas ramas vivas de los árboles de la urbe.

Y de seguro; podrías sentir de nuevo, el calido y pegajoso aliento de la tierra revuelta; cuando entre las cruces del cementerio absurdo de esta realidad cotidiana, escalabas las montañas frías, que tus enceguecidos ojos; por la fiebre del viento y la ilusión; veían en cada estatua, cada pedestal a la gloria falsa de los hombres e ideales muertos.

Pero, Charlotte mi querida amiga; ella aún sigue allí, aún con su misma sonrisa, a medio camino entre la burla y el sarcasmo. Ella aún, camina estas calles rotas, y me espía; me sigue por entre mis pesadillas, llevando su descaro hasta entrometerse en mis propios sueños.
Puedo hallarme en una calle cualquiera de la verdad onírica de mi cama, cuando de repente, y sin previo aviso, me sorprende su aroma por la espalda. Y me entra de nuevo ese miedo increíble a voltear, y ver sus ojos oscuros, franqueados por la mata de cabello liso y brillante. Ver su piel morena y lisa, que destella fulgurante bajo los cielos cambiantes de mis anhelos confesos.

Cada rostro, cada paso en un camino de sombras, en mi perpetuo buscar de la alegría, tantas veces robada del aliento yerto de los quejumbrosos rieles, tantos estallidos de conciencia, en calles poco alumbradas, tanto tabaco y tanta muerte, y después de todo ello. Aún me sorprende su rostro, su sonrisa dulce y aterradora. Aún, aún ahora Charlotte querida, aún ahora, que ya no soy joven, y que he creído sepultar su recuerdo tras el murmullo constante de mis trajinados labios. Encuentro su mirada, acusándome en un piadoso silencio, del mal causado, de las heridas que después de todo, jamás llegaran a sanar.

A veces me llego a preguntar, en ese desmayo extraño de las horas de vigilia, si en verdad mi alma, y lo poco que me queda de corazón, quieren con sinceridad que desaparezca. Por que he llegado a acostumbrarme a su presencia, a su perfume sacudiendo el sopor de mis recuerdos.
Por que he llegado hasta el extremo de llamarla, con sediento desgano, de evocar su rostro, cada vez más difícil de amarrar a los ojos de mi memoria.

Es entonces cuando enciendo con pesar otro cigarrillo; sello casi con pena los siete minutos a favor de mi cuenta con la muerte. Y lo disfruto, disfruto del llanto seco que grita y gime, pero que queda sellado en la barrera que el tiempo y mi propia voluntad han creado en mi memoria para el recuerdo de su nombre.

Las calles, dejan de ser tan frías, cuando la muerte llega y me roba un amigo, las calles se visten de fulgor purpúreo, de voces rumiantes de la voracidad del frío, y cada piedra, cada adoquín, mojado por el rocío matutino, hasta la peste de los microbuses que enlatan los sueños y el miedo diurno de la humanidad que amanece, se me antojan mas dulces y mas dignas de lástima; cuando su recuerdo se aparece, así, sin previo aviso, en mi memoria doliente.

Recuerdo que alguna vez, en una madrugada, en la que disfrazado, tras el hielo de la calle, se debatía y aullaba, mi talento incipiente, un viejo amigo, que ha mucho tiempo largó banderas a la tierra de todos los sueños, pudo ser capaz de revelarme un gran secreto. Con alegre y traviesa expresión, como cuando eres niño y descubres el magnifico y glorioso sabor de un chocolate, como cuando eres joven y descubres, el escondido placer de devorarte las uñas dentro de un cine de mala muerte.

-Rogelio ¿Conoces el significado de la muerte?-

Esta pregunta, cuya respuesta me guardo en el más dulce y terrible de los secretos, marcó mi vida, mis sueños, y me desligó por completo de la verdad que aparentan mis ojos cansados.
Así es ella, es un reto, y a la vez mi vicio, mi particular vicio, antes de largarme por completo, de entregarme sin prisas, al olvido enorme que significa, dejar de estar vivo.
Para lo cual, querida Charlotte, no preciso de ningún pasaporte, y, ni siquiera de mi propio permiso. Tan solo es preciso que pase, en el momento oportuno, en el segundo, antes del último suspiro.

Sariel Rofocale

Dialogos

- Momento, momento; explíqueme eso por favor...
- Es muy simple; le dijo el anciano sacerdote al joven oyente. Debes dejar de lado todas tus pasiones, toda tu ira, todo tu convencimiento de inutilidad. La vida tiene un gran precio, el precio de la fé. Y es necesario pagarlo, honrando con toda nuestra alma y voluntad al divino y omnipotente hacedor de todo...
- Corriente, -repuso el jóven revolviendo el café- eso es hasta entendible; lo ininteligible es precisamente la diversidad de rituales que solo encaminan a una creencia irracional en la perfección de la norma religiosa... ¿Cómo podéis justificar aquello?
- No es simple, debes ser más sencillo para encontrar un significado mas profundo en las palabras del elegido. Debes ser, como él mismo, simple; liberarte de toda culpa y obligación, para poder matar los corruptos demonios de la lujuria, el pecado y la mentira que tienes en ti desde tu nacimiento...

El joven esperó unos segundos, mientras su interlocutor tomaba un generoso trago de café, y mientras encendía uno más de sus incontables cigarrillos del día, cayo en cuenta de lo inútil de su intento por entender a este hombre.

- ¿Ves? – Dijo el anciano- Todo consiste en la negación de las ilusiones materiales, para poder obtener la recompensa definitiva en el más allá...

- A ver si entendí – repuso el joven- , ¿Pretende usted hacerme creer que la felicidad es susceptible de alcanzarse al condenar el pecado innato de mi cuerpo y mi alma?
- En efecto- dijo el anciano-.
- ¿Y que solo sacrificando todo lo material puedo alcanzar la completa satisfacción espiritual y material?
- Tú lo has dicho.
- Pues déjeme decirle algo – Espetó colérico el joven periodista enseñándole al anciano el paquete medio vacío de cigarrillos- ¡Este es el mejor medio para saber lo que hay mas allá de la muerte!
- Pero hijo – Repuso pacientemente el anciano- Eso te mata, acaba con tu cuerpo y con tu alma. Eso es el fruto del diablo...
- Si, - concedió el joven- al igual que tú, tú estúpida y opresiva creencia, y tus ciegos y violentos seguidores; la diferencia, es que esto no está manchado con la sangre de mi prójimo... Ni he tenido que robar a nadie para obtenerlo...

Furioso, el joven arrojó a los pies del anciano sus apuntes y notas de la entrevista; y tan contento como el primer día del año, salió corriendo a empaparse de la mas poderosa de las bendiciones del hacedor para con los hombres... La libertad; la total y absoluta libertad...

Sariel Rofocale

Delirio

Sueño;
Sueño fortuna en medio de la noche,
Sueño y carezco, del recuerdo frágil que la noche depara...

Sueño verde, con la añeja voz de la dama de hielo,
Sueño en verso, caído y deforme, condenado por el cielo, a la podredumbre del cinismo...

Sueño y camino,
Por que caminar es la cura para no dormir de nuevo; sueño, anhelo no despertar,
Por que en las huellas del mármol está escrita la tragedia,
Por que en las vetas del barro estas inscrito el destino de todas las moscas,
Pobres moscas, pobre barro, pobre insecto...

Sueño, y a veces me parece que respiro,
Por encima del humo y la muerte, me parece, (Quizá es un sueño) que comprendo un poco de la gran nada que es el todo,
Pero es un sueño, mejor vuelvo al camino; espero...

Sueño y lloro por que un sueño no pide piedad y clemencia...
Y grito, por que mis sueños, tampoco tienen decencia,
Tampoco lloran por mí, ni guardan el luto del viento,
Merecida parsimonia en las cataratas del miedo...

Sueño y decido, aunque a veces parece impuesto,
El torcido sentido de dios, el humor de las rosas yertas...

Sueño y... Al caer en cuenta de la dificultar de este escrito,
Armonizando mis pasos con la soledad querida,
Huyendo de reflejo fantasma que se esconde en los cristales,
Arrastrando con furia las cadenas de mí oprobio,
Respiro con fuerza y a grito herido,
Encaro a la muerte con mi oración postrera,
Que yo sueño... ¡Que fallezco!

Sariel Rofocale

De todas las voces, La mía

De todo el espacio, un camino,
De todos los sueños, la desgracia,
Tras los periodos constantes, cortados por el infame filo de mi tedio,
Hago un nudoso clamor al destino, y muero con deliciosa frialdad...

De toda la imagen, tan solo un fragmento, y en cada tormento, mi desidia.
Mi depravada complacencia que es mi alma y mi dios vivo,
Anhelo por siempre, con todas las voces, forjarme un pedestal para ser escupido...

De tu rostro, un pedazo; sanguinolento retazo del antiguo cariño,
Romper con mis uñas tristes la bondad de tu piel,
Y hacerme un abrigo con tus lágrimas de plata,
A veces tengo sed de tu dolor y tu miedo,
En la piedra dormida de mi tumba, y en la agonía tranquila de mi fallecer por el mundo, decirte a la cara... ¡Te odio!

De mi arrepentimiento vacuo,
Un homenaje a la mentira, “Por que todos mienten y a nadie le importa”
De toda creencia al altar del vacío,
Con velas de hierro, azotar el pellejo, del oficiante del caos, que unos llaman por ignorante fe, providencia...

De todos los ángeles, que llueven desprecio,
Con voz carente de verdad y siniestro,
Y en cálido ahogo de la quietud serena,
Convertir mis ojos en crisálidas de hielo...

Y en cada camino, y ensueño, por todas las piedras
Sobre mi espalda vencida, las palabras de un dios
Brindando el aliento, el látigo infame de la bondad del cieno;
De todas las voces, mi camino, de todos los dioses, mi egoísmo...

Sariel Rofocale.

Sobre esas tristezas innombrables

Hay una indolente delicia; en matar a un ser que por desgracia propia, esta vivo...

Existe, en esos recovecos de los sueños del hombre,
Ese adorable instinto primario,
Que le permite a veces (Que es casi siempre)
Fumar tranquilo el primer cigarro,
Con los dedos manchados en la sangre de un inocente...

No pierde el sol su abominable calor,
Ni el aire su gélida hipocresía...
No pierde el campo su desvaído color verde cieno,
Ni los pastos, ni los árboles, ni las horrendas vacas,
Pierden un ápice de su rutinario caminar hacia la tierra...
No hay lágrimas en los grandes estrados de los hombres,
Por la muerte de esta o aquella alimaña;
Si bien tampoco existen, cuando muere un ser humano,
Y en el luto adormecido de las grandes ceremonias,
Suele a veces decirse que la cal vuelve a la cal,
Y que de polvo al polvo volvemos...

Yo pregunto, a riesgo de atraer sobre mi cabeza
Los rayos crueles de la voluntad divina,
Que clase de dios existe,
¿Para ensañarse con los tristes,
Con los dolidos y los simples?
¿Que clase de inmundo humor posee,
Cualquier deidad escondida,
Para reirse en silencio de la muerte del sencillo,
Para después aspirar contento,
El aire infame de las magnas catedrales?

No hay verdades escondidas en el aire, y la luz de la tarde que muere
No traerá a mi puerta la voluntad del mundo,
Me resta una tristeza, que de tan ridícula es innombrable...
Por que al fin y al cabo es cierto...
Hombres mueren, nacen y viven,
Naciones se alzan y son derribadas,
Razas enteras son borradas por el plumazo de la parca,
Más yo no tengo derecho,
A decirle a dios que es un hijo de puta...
Ni tampoco gritar a voz en cuello,
Que estoy triste...
Por que hoy he tenido que asesinar a un perro...

Me gustan las ironías, me encanta esta tarde... y esta dolencia extraña
Que de seguro, ha de pasar mañana....

Sariel rofocale

sábado, 2 de febrero de 2008

CRÓNICAS DEL TEDIO

Tito Strada
(Historias para morir descontento)

¡SALUD A LA INOCENCIA CAÍDA!

I
“Por que es un engorro”

¿Qué es este lugar?

Fue el primer pensamiento de Tito al tratar de sobreponerse a la nebulosa complacencia del sueño moribundo... Para a continuación preguntarse, con todo el candor de su alma atormentada, - ¿Qué demonios pasa conmigo?- .

El problema de tito (En sus propias palabras, el video con Tito...), era sencillo; de hecho, era tan simple y fácil de entender, que él mismo, no acertaba a darse cuenta, de que en la facilidad del mismo radicaba su completa e irreductible confusión. El problema, era que Tito, sencillamente existía; y que había despertado de nuevo.
Ello no presentaba ningún problema para este empedernido fumador de 19 años; ya que al fin y al cabo, la mitad de esos años habían estado matizados por despertares de esa calaña. El problema era que Tito estaba vivo, y no le gustaba; y era demasiado valiente, o demasiado cobarde (Según se entienda el significado de esa palabra) para hacer algo al respecto. A fin de cuentas, luchas de este tipo se dan en cada ser humano, y no habría razón alguna para que Tito fuese la excepción...

Despertar; esa ominosa palabra en el universo de Tito, no solo estaba acompañada por la certeza de un día nuevo de decepciones; sino que poseía el encanto único de todas las almas que por una caprichosa voluntad de lo que llaman destino, u azar; se encuentran desde el nacimiento, cansadas y hastiadas de todo.

Repasó con un amplio movimiento de sus ojos enrojecidos por el insomnio, la familiar y opresiva decoración de su cuarto; una confusa mezcla entre celda de sanatorio, y consultorio de psiquiatra. Adornado con todas las pequeñas adquisiciones contra natura que Tito se había esforzado por conseguir en las narices de los propietarios, desde el mismo día en que tuvo el tamaño y rostro necesarios para pasar por mayor de edad. Botellas vacías de cerveza, innumerables colillas de cigarrillos, ropa sucia mezclada al azar con la recién lavada, y los innumerables libros en cuartilla, o fotocopias, que eran su solaz para la soledad y el tedio.

- 19 años – Pensó con un dejo de tristeza, - A mi edad Alejandro ya había derrotado a los tebanos en la vanguardia del ejército de Filipo, y yo; yo a duras penas consigo hacer que la maldita perra no me devore los libros y defeque en el parque- .

-¡Tito!-

La angustiosa voz de su madre lo sacó de las ensoñaciones y le puso de una patada en la cara en la realidad de su propia casa.

-¡Levántate y ve al banco!-

Por lo bajo alcanzó a oír la voz de su detestable y jamás querido hermano menor que decía en tono burlón, algo relacionado con la pereza de ese maricón de mierda que no valía para nada.
Así mismo, escuchó el desganado reproche de su madre para ese comentario. Pero no se molestó demasiado en entender le retahíla ininteligible de palabras que precedían por rutina el desayuno en la mesa.

Tito ignoraba la razón para que la voz de su madre, a esas horas de día representara para el una fracción importante de odio innato que sentía hacia todo; quizá por que las visiones de la niñez se habían ido diluyendo en la realidad de los hombres casi adultos; y de los días en que la voz de su madre era para el la misma voz de Dios, no quedaba mas que la obediencia astuta y servil, del que sabe que no puede sobrevivir solo sin la dirigencia (Obligada) y el dinero (Maldito y adorado dinero) de la jefe de familia.

Tito amaba a su madre, pero en momentos como ese, se odiaba a si mismo por no venerarla ya como antaño, y pensaba de cuando en cuando que madurar era un asco, y sonriendo con esa risa a mitad de camino entre el sollozo y la crítica, se apresuraba a vestirse, lavarse los dientes y representar su papel, con la esperanza de obtener un par de billetes con los que sufragar el papel y el tabaco necesarios para sobrevivir a otro día mas en el mundo.

El desayuno transcurrió como todos los actos simples en esa casa; como un campo de batalla entre tres fracciones contendientes por uno o varios ideales cascados y perdidos; Tito aguantó la borrasca con un gesto seco, engullendo como podía el café y sepultando con la comida, todos los anhelos profundos de clavar el tenedor en la cara de su hermano y bailar una danza ritual con sus entrañas colgando del cuello...

Pero llegó un momento; mientras fregaba los trastes en el pequeño lavaplatos de la aún más pequeña cocina de la casa, que se sintió embargado por una rabia que hasta entonces desconocía... La oleada de furor le atenazó el cuello y silenciosamente derramó una lágrima, mientras con la parsimonia y meticulosidad que le caracterizaba en estos menesteres que los loqueros llaman catarsis; empezaba a destrozar uno a uno todos los platos del aparador con sus propios puños...

Descargó su rabia en frenéticos golpes, ignorante de los porrazos en la puerta de la cocina, (Dados sin duda alguna por el impertinente de su hermano) al reguero confuso de jabón, agua, loza y sangre que empezaba a empapar el inmaculado amarillo de las baldosas del suelo... Su respiración era difícil; sus latidos, serenos e impasibles; su concentración; suprema... Siguió destrozando, golpeando, machacándose los nudillos contra el suelo cuando el último plato desapareció bajo el influjo de su arrebato vengativo; por completo sordo al creciente dolor de sus brazos, y sin que le importara que su rostro, fuera una confusa masa de rubor y lágrimas...

Llegado el momento, se detuvo, y arrancándose el delantal floreado, (Un cómico regalo materno el día de su decimoséptimo cumpleaños, no menos odiado por ello), se dirigió a la puerta y la abrió; encontrándose con el furioso y congestionado rostro moreno de su hermano... Hubiera podido amar ese rostro, (En serio) hubiera podido hacerse reventar el alma y la cara mil veces por él, si tan solo hubiese habido una pizca de humanidad en esa cara. Por que podía soportar su detestable música, su abominable costumbre de fumar marihuana con la pipa de su abuelo, su maldita y aborrecible voz entonando los himnos de una ideología que a Tito se le hacía infantil y estúpida...
Pero no podía soportar su absoluta falta de amabilidad; su sensibilidad de carretero borracho, sus modales de gamberro y sicario; que jamás bajaba la voz y preguntaba todo a gritos, como el más envilecido de los políticos de la tierra.

La furia de su hermano fue evidente al ver el destrozo provocado por Tito en la cocina, pero se transformo en una mueca velada de miedo y espanto cuando contempló las lagrimas de tito, y el reguero de sangre que empapaba las paredes y el techo de la cocina; retrocedió unos pasos, dejando el camino libre a un Tito Strada que obnubilado, y sin prestarle la mas mínima atención arrancaba de sus nudillos los pedazos de loza que habían quedado atrapados en su desgarrada epidermis.

Mas cuando Tito tras puso el umbral de la casa con su gesto impasible; cuando la puerta se cerró, y escuchó los pasos de su hermano bajando la escalera hacía la calle; recordó su furia, y tragándose su espanto (Que bajó hecho un nudo de saliva y bilis por su garganta) le espetó a la puerta cerrada - ¡Que le pasa a este maricón!-.

Pero la puerta no respondió, y fue el destinatario mudo de los reproches e invectivas contra Tito. A la puerta no lo importaba, a Tito, tampoco...

II
“La ignorancia no nos absuelve de equivocarnos”

El aire soleado de la mañana hería los ojos de Tito; mientras presuroso y concentrado, dejaba llevar su tristeza con las notas de la música, y envenenaba un poco más sus pulmones cariados y moribundos... Sabía, sin que hiciese falta un matasanos para confirmarlo, que sus pulmones darían el esquinazo en cualquier momento, por que 35 cigarrillos diarios destruyen la salud de cualquier joven, mas aún si este padece se asma.
Sentado, en la parte sombreada de la calle, observaba sin ver la rutina de las gentes que se movían frente a él, con prisa, con miedo, con rabia, con hielo; subían y bajaban calles; se afanaban en oscuros cuchitriles el penoso pan del día de mañana, rogando a su idea de Dios una oportunidad mas para el desengaño; compraban lotería, amaban, morían; y a su manera compleja y miedosa, luchaban dando lo mejor de si en un circulo vicioso de esclavitud que no tenía ninguna salida. Ni por redención ni por voluntad.
Y allí, mientras se encalambraba las piernas por su renuente negativa a dejarse ver del sol amarillo y poderoso; sintió un enorme amor por esas personas; pese a saberse excluido de sus vidas por su terrible necesidad de soledad y locura; pese a saber que sus mas íntimos anhelos aterrarían al mas osado de ellos; los amó, los amó con pena y con tristeza; por que estaban vivos, y por que luchaban, y amaban, y sufrían y rogaban siempre, sin necesidad de insultarle, sin que les importara si vivía o moría. Los amó, por que ellos, no le necesitaban par seguir viviendo, y por que podría gritar, pegarse un tiro, o pintarse la cara con el pintalabios de una puta sin que por ello disminuyera nunca su total ignorancia del joven vestido de negro con gesto de atroz pesadumbre que les observaba detrás el humo de su décimo cigarrillo.

Con un ademán cansino apartó de su mente el calor del sol, y desperezándose, se encaminó por la calle hasta la casa de David.

Mientras recorría las escasa cuadras que le separaban de la morada de este singular ejemplar de la humanidad, Tito repasó lo poco que sabía de este hombre; y era bien poco; David era un gamberro, una rata, según su madres, y según su hermano... Bueno, no tenía idea que pensaba su hermano; había optado la diplomática costumbre de ignorarle desde los 10 años, costumbre que a pesar de no haber mejorado las naturalmente tensas relaciones con su propia carne y sangre, si había conseguido hacer caer en cuenta a Tito de la magnitud del abismo que le separaba de todos los hombres; y de este en específico.
David tenía su misma edad, y vivía solo en un caserón vetusto y semiderruido, huérfano de padre y madre desde los 10 años, había logrado sobrevivir, y hasta alcanzar una mediocre y pingüe fama ente la policía local, con su pequeño comercio de estupefacientes baratos... Si; David era su hombre... Y aunque Tito por el momento no necesitaba a nadie, solo David podría hacer algo...

Este se encontraba fumando a la entrada de su casa; mirando con indolente fastidio la nutrida concurrencia de personas que pasaban ignorándole por completo; sonriendo; reconociendo en el rostro y ademanes de unos y otros, a las sombras que por la noche, cuando declarara abierta su industriosa ocupación, se agazaparían y rebajarían hasta los extremos indecibles, tan solo por los productos que su siempre creciente imaginación lograban sustraer de la callada y furibunda vigilancia de los hombres y mujeres de la ley. David tenía su ley, eso importaba, eso y el dinero entrante, contante y sonante en su caja, lo que pensaran los demás de él le valía tanto como la colilla que apagaba con su pie descalzo.

Un gesto de sorpresa se dibujó en el rostro de David cuando tito dobló la esquina dirigiéndose hasta él. De todos los jóvenes de esta ciudad, solo Tito se atrevía a conversar con él abiertamente, de día y frente a la chismosa y biliosa vigilancia de las comadres y cotilleros. No eran amigos; un hombre como David, con un pié en la tumba y otro en la cárcel, no solía tener mas amigos que si mismo y su confusa visión de Dios, pero era reconfortante (En algún lugar recóndito y oscuro de su corazón, ya manchado con la sangre del prójimo) que de entre todos, uno al menos tuviese el descaro o el atrevimiento de conversar con él, como cualquier hijo de vecino respetable y comedido.

David no sabía a ciencia cierta que pensar de este joven, que evidentemente no le tenía miedo; y algo sabía él del miedo; ¿Por qué no le temía? ¿Por qué le saludaba afablemente?
Por que no era uno de sus disfrazados clientes, y no le había visto mayor vicio que el de sus incontables cigarrillos y las cervezas con las que se atragantaba en cada fiesta a la que David asistía en calidad de proveedor y Tito, en la de doliente apagador de sus penas.

Por merced de su trato con las mas oscuras necesidades de los hombres, David podía ver que el problema con Tito era que no le temía a nada, excepto a sí mismo, y que su pena (Por que había de tenerla, un hombre no se asesina a sí mismo de una manera tan constante y sapiente si no es por que quiere matar en su cuerpo una aflicción particularmente difícil) era algo tan íntimo y terrible, que atraería sobre el la inmediata cólera divina de poderla expresar con palabras.

Tito saludó con paciencia; mientras esperaba tranquilo a la sombra del portón, el retorno de la conciencia de David a los límites cabales de su comprensión... Contemplando sin interés la jugueteante sombra de los árboles en la plaza.

- ¿En que puedo servirte hermano?- Preguntó David, mientras devoraba con la mirada los gestos de Tito, antecediendo a la respuesta previsible, esperando con secreta complacencia el primer gesto de debilidad que le auguraba un fiel concurrente a su morada.

- Hoy es miércoles, quiero acompañarte a la entrega- Fue lo único que Tito dijo, pero con una voz que a David le recorrió el espinazo con una corrientazo helado y relampagueante.

- Muy bien, pasa y tomate un café- Fue lo que pudo responder después de interrogar el gesto de Tito inútilmente.

David recibía cada semana, en la frontera de la provincia, un pequeño pero respetable cargamento de drogas con el que abastecería a sus fieles drogatas de pueblo. Este hecho era sabido por todos, pero el ingenio y la industriosidad de este hombre eran tan grandes y recursivos que durante 7 años había logrado mantener su negocio a flote sin que las múltiples redadas de la policía, ni el perpetuamente estacionado camión de lavandería que le vigilaba lograrán nunca descubrir como y por donde introducía David su mercancía. Nada se sabía de sus proveedores, pero era evidente su poderío, 4 personas habían muerto baleadas en los últimos años, y todas ellas eran deudores de David. En resumen, David era temible, temible para todos, incluidos sus clientes; para todos excepto para Tito... Y a David, acostumbrado a saber de antemano todos los pormenores del carácter de los que conocía, experimentaba una confusa mezcla de curiosidad y fastidio amable por este joven que venía a ponerse en sus fauces por su propia voluntad.

Por un momento, mientras servía el café caliente, llegó a temer que este joven fuera el lazo hábilmente tendido por la policía para poder agarrarle por fin; pero descarto este pensamiento de inmediato, no solo por el secreto placer que le producía su presencia, sino por recordar que durante las dos ocasiones en las que la policía estuvo a punto de atraparle; siempre en fiestas clandestinas en una de las haciendas de los políticos de la capital; Tito siempre la había dado el aviso de manera imperceptible, mientras aparentando una borrachera a la que no llegaba nunca se liaba a puñetazos con el primer agente que veía entrar a la casa.

No, no era Tito un lazo...

Sin embagues le explico el método a seguir para la obtención del cargamento, el transporte en una camioneta desvencijada pero potente desde un punto inexpugnable e ignorado por todos, hasta una de sus múltiples bodegas clandestinas repartidas sin orden ni concierto por toda la ciudad.
Tito no se sorprendió a saber que una de tales, era el confesionario cerca de la virgen en la iglesia, ni le sorprendió tampoco que el sacerdote y el alcalde obtuvieran pequeños beneficios de la empresa de David.

Para cuando David terminó de explicar los pormenores del trabajo ya caía la tarde en la ciudad; David se dirigió a un armario comido por las termitas y sacó un paquete envuelto en un pañuelo rojo, y entregándoselo a Tito, dio su última recomendación...

- Si alguien se acerca, así sea tu santa mamacita, le vuelas la cabeza de un disparo, ¿Está claro?-.

- Conforme- Respondió Tito acariciando el revolver cromado que le entregaba David.

- Bien, entonces en marcha, tardaremos 6 horas en llegar al lugar de entrega.


III
“Contemplad al hombre y su patética desventura”

El aire entraba a raudales por la ventanilla abierta de vehiculo; aire, mas aire, Tito jamás se cansaría el aire puro y limpio que jugaba con su cabello y aplacaba el calor y el miedo; casi se sentía volar mientras cerraba los ojos y dejaba volar su conciencia con el ritmo y los embates del viento; dejando atrás todo el miedo, y teniendo tan solo ante sí, la inmensidad verde de los campos, y su absoluta carencia de hombres. Hombres que eran tan mediocres como su hermano, o como el mismo, tan predestinado al fracaso... Tan predestinado a la pusilánime contemplación de su propia derrota.

Pero el peso del revolver en el bolsillo de sus vaqueros desteñidos le recordó de inmediato donde estaba; y que ignoraba por que carajo se había metido en esto; sin que ese sentimiento alterara para nada la completa nulidad que sentía en el momento. La absoluta carencia de deseos, distintos a los de viajar con el aire hasta donde este quisiera llevarle...

El viaje fue en efecto largo; y cuando llegaron al destino; una meseta rocosa, en la que algunos árboles raquíticos y quemados ornaban el paisaje monótono y violento; Tito estaba tan cansado como cuando despertó; un crujido de su estómago tambien le informó que no había comido gran cosa; cosa que le desconcertó, pero dejando paso a las sensaciones corporales, se concentró en no fallar su cometido, y por primera vez en su vida, tuvo conciencia de la magnitud de su propia imprudencia.

No había más que esperar y vigilar; esperar y vigilar hasta que las primeras estrellas de la madrugada llegaran. Esperar; vigilar...

Por una misericordiosa gracia del cielo, Tito dejó de pensar durante las penosas horas que transcurrieron hasta que un silencioso grupo de tres caballos cargados con abultados fardos rodeara la meseta dirigiéndose hasta ellos. David, que consumía su impaciencia dibujando en el suelo con la punta de sus zapatos los garabatos indescifrables que son típicos de los impacientes y los fastidiados, exclamo con furia - ¡Quien vive!-.

- Jonás – Dijo el embozado que llevaba a las monturas de un largo ronzal de cuero curtido. - ¿Quién es ese? – interpeló una ves que hubo llegado a la cima de la meseta con dificultoso respirar- .

- Amigo – Respondió David.
- Bueno, ¿El dinero?
- En el auto, ¿Mi paquete?
- En las mulas-
- ¿Lo acordado?
- Como siempre...

Sistemáticamente, el hombre que se hacía llamar Jonás, desato el cargamento y ayudado por Tito lo traslado a la desvencijada camioneta, bajo la atenta mirada de David que se consumía por la impaciencia mientras murmuraba constante mente - ¡Rápido, rápido!-.

Una vez cargado el auto, Jonás se cruzó de brazos bajo la pesada capa y tanteando algo en su cinturón preguntó con una voz que pretendía ser tranquila, pero que era traicionada por el evidente nerviosismo que empapaba todo su cuerpo como la niebla que ya empezaba a ascender por las laderas de la meseta.

- ¿Cómo va el negocio?
- Andando, dijo David, mientras distraído y de espaldas a Jonás contaba sobre el capó del auto los fajos de billetes en una mochila rotosa y sucia.
- Bueno- Dijo Jonas con el mismo tono que pretendía ser circunspecto pero que de inmediato hizo resonar una cuerda en la mente de Tito-.

Ese hombre tenía miedo, olía a miedo; lo veía y lo escuchaba tan claramente como la respiración humeante de las monturas; movía desesperadamente las puntas de sus botas, y trataba de sacar algo de su cinturón (O del lugar en el que se supone estaría) pero evidentemente no podía; quizas contribuyese a ellos su prominente y bamboleante panza. Cuando hubo exhalado un suspiro sacó una escopeta recortada, muy parecida a las que usaba Tito en su infancia para cazar ardillas y apuntó a la espalda de David...

- Hijo – Dijo jonas apuntando tambien a Tito – Si te mueves te mato.

David se dio la vuelta, con un fajo respetable de billetes en cada mano, y un gesto de doliente sorpresa se cruzo por su rostro...

- Te moviste- Dijo impávido Jonas- Te jodiste- y disparó.

Tito hubiera jurado que los labios de de David alcanzaron a murmurar una palabra – Mierda- pero el fragor de la detonación le hizo saltar, colocándose tras del auto, mientras escuchaba el gorgoteante sonido de salía de la garganta de David.
No necesitó del golpe seco del cuerpo de David contra el suelo polvoriento para saber que su corto periodo a sus órdenes, había terminado de improviso...

Escuchó como Jonas volvía a cargar la escopeta y se afanó en sacar el revolver de su bolsillo, con una mano que no paraba de temblar.

- Hijo- Dijo Jonas con una voz falsamente protectora- Mejor sales y arreglamos esto-.
- Sé que no querías que esto pasara, pero que quieres; negocios son negocios, y tu amigo tenía unos cuantos que le quería tal cual está ahora, mordiendo polvo por gracia del diablo. ¿Por qué no sales y nos arreglamos como amigos? Desde que no abras esa linda boquita de adolescente no te pasará nada, tienes mi palabra, y la palabra de Jonás vale como la que más-...

Una deliciosa frialdad inundaba el cuerpo de Tito, una frialdad que no tenía nada que ver con el miedo, ni con el odio; una gélida corriente de energía que calmaba el temblor de sus manos y le permitía examinar con gesto concienzudo el revólver, buscando un defecto inexistente...

Exasperado por el silencio de Tito, Jonás dio tres silbidos bajos y dos sombras que estaban ocultas tras una piedra en la que Tito no había reparado antes, se pusieron al lado de Jonás.

- ¿Que hay?- Preguntó una de ellas a Jonás-.
- Collons, que este cabrón no estaba en el plan- Dijo Jonas con rabia-.
- Pues ni modo, hay que matarlo-.

Y elevando la voz Jonás dijo – A ver, a ver, cachorrito, o sales o te sacamos, ¿Tu que eliges?

Mudo silencio por parte de Tito que agazapado, intentaba escudriñar la oscuridad reinante en busca de un sitio a cubierto.

Dos disparos rompieron la monotonía del aire y una de las sombras que acompañaban a Jonás se desplomo con un juramento que hubiera hecho sonrojar a la mas curtida de las matronas del pueblo, al instante, Jonas y el otro acompañante se tiraron al suelo y esperaron la salida imprudente del jovenzuelo.

- Hijo de puta- Murmuró Jonas por lo bajo- Se nos creció el cachorrito-.

Dos disparos más, y el otro acompañante fue a reunirse con su amigo a donde sea que se largan los muertos... Jonás, furioso empezó a disparar contra el auto con la esperanza de atinarle a Tito... Un grito de dolor dibujó una sonrisa en el rostro curtido y del traficante. Se había terminado todo, y no había problemas, dos madres llorando, nada mas, y pronto una tercera... – Un buen saldo, después de todo-.

Cautelosamente se dirigió hacia el auto, espiando cualquier movimiento y presto para acribillar al jovenzuelo impertinente ante la menor amenaza...
Cuando hubo rodeado el auto se encontró con la figura erguida de Tito Strada que sostenía el revolver apuntándole a la cara; una mancha de sangre era visible en el bajo vientre del joven, que sonreía mientras una mano que no temblaba en lo absoluto sostenía el revolver y otra un cigarrillo encendido...

Esa sonrisa hizo que la piel de Jonás hormigueara de espanto; esa sonrisa, esos ojos, que brillaban como el infierno que le pintaba todos los domingos el sacerdote de la parroquia... Esos ojos... Jonás había visto esos ojos, mucho tiempo antes, eran los ojos de un carnicero, antes de sacrificar un animal, fríos; gozando ante la perspectiva de la sangre que derramaría. Ojos sin miedo, ojos de diablo....

Afanosamente recordó que en la recamará de su escopeta de caza tan solo quedarían por gracia de dios una o dos balas a lo sumo; y lo mas probable era que ninguna; había metido la pata desperdiciando balas contra el auto, y tan solo había logrado herir al malnacido que fumaba impertérrito y amenazaba con volarle la cabeza...

- Mierda, mierda, mierda- Era lo único que podía pensar Jonás mientras un sudor frío y pegajoso recorría su espalda...

La voz de Tito se elevó calida y limpia, por encima del nerviosismo del otro; - Mi nombre es Tito- Dijo sonriendo- Y tu; tu estas muerto, cabrón-.

Jonás alzó la escopeta y sintió la descarga del disparo; mientras sentía que la bala de Tito, entraba en su cabeza, por la frente y borraba toda certeza del momento, toda certeza de su vida... Alcanzo a oler antes de que la oscuridad se abatiera sobre él, el aroma inconfundible de la carne quemada por el plomo caliente.

IV
“Las lagrimas de un hombre son la peor cura para el aburrimiento”

Tito contemplo en cámara lenta como el cuerpo de Jonás, ya flácido por la muerte; se derrumbaba levantando pequeñas nubes de polvo junto a la camioneta. Observó paciente como el polvo se asentaba de nuevo y arrojando el revolver se sentó apoyando su espalda en el costado del vehiculo.

Un dolor sordo y quemante le llegaba de su pecho, y no necesito mirar para saber que la escopeta todavía estaba cargada; su respiración era tranquila, casi normal, pero sabía, por el caliente hormigueo en su pecho, que el maldito viejo tenia buena puntería.
Se extraño así mismo, de la certera bala que había perforado la frente del anciano traficante, y cayo en cuenta, que había matado tres hombres... Tres hombres como el mismo; tres hombres vivos.
Era extraño, extraño que lo único que se necesitara para estar muerto era haber estado vivo...

-Muy extraño – Dijo con voz ronca-.

Contempló el cigarrillo casi acabado y lo arrojó lejos de sí. Encendió otro y se dispuso a esperar la muerte.

No dolió, no sintió miedo, no sintió tristeza por el mundo que dejaba a tras rápidamente mientras el resto de su sangre seguia manando sin control de su pecho y vientre.
No pensó en su madre, ni en su padre que nunca conoció y al que odiaba con la misma secreta complacencia con la que odiaba a su hermano (Por que le recordaba sin saber por que la voz de su progenitor) y con la que se odiaba a si mismo por el único pecado de haber nacido.

No recordó el amor de Verónica, ni el tacto de su piel, ni el color de su cabello, ni sus ojos asombrosamente inteligentes.

Cualquiera que por azar del destino imposible hubiera acompañado a Tito en esta hora de suprema rendición a la parca, solo habría podido atestiguar de una frase, un movimiento... El que hicieron los ojos oscuros y tristes y sus labios resecos y enfebrecidos.
Un parpadeo, y una frase...
- Ni dios ni diablo, no hay nada, nada... Todo es engaño-.

Pero no, no es del todo cierto, tambien hubiera sido testigo, de la enorme sonrisa con la que Tito acogió esta revelación suprema; y hubiera sonreído tambien, junto con el, mientras ya libre de dolor y culpa, por entero salvado, volvía a la que siempre había sido su morada.

Sariel Rofocale

Los diálogos de Tito

(Paréntesis para maldecir a Freud)

¿Y que significa la divisa que encuentro en vuestro escudo?
¿Sabéis leer? Yo no; significa que cuando una persona dice que si, yo respondo que no; y cuando alguien me dice que no; yo le digo que si...
Navarro Villoslada


Digamos que por un momento; en mi mente deja de existir esa compleja individualidad que llamo “Yo” (Por que no tengo otra manera de llamarla; podría llamarla idiota, o imbécil, o inclusive tarado si las peculiaridades del lenguaje así me lo permitieran, y si ni los demás, y mi propia conciencia no fuéramos tan quisquillosos y susceptibles) se encontrara; en un momento de excepcional calma y quietud emocional (lo cual no sucede por desgracia demasiado a menudo; ya que la mas característica de las reacciones humanas es la del histerismo, máxime cuando se enfrenta al pobre individuo a una de esas rarísimas visiones del propio interior), con una versión de su propio intelecto, deseo, necesidades, anhelos y certidumbres. O para decirlo en un lenguaje un poco mas profano (Ojo que no intento ofender a nadie aquí, pero yo, y muchos como yo, somos tan absolutamente inmediatistas que nos aburrimos por completo ante términos como este), un “Otro yo”.

Supongamos, que este “Otro yo” al que de ahora en adelante denominaremos “B” en contraposición a mi mismo, que de ahora en adelante denominaré “A”; se sientan muy cómodamente, de la manera mas civilizada posible, frente a un buen fuego, con abundante provisión de tabaco y café. Y empiezan a conversar sobre un tema cualquiera del amplio repertorio de mis angustiosos debates metales. Puede parecer que esto es una de esas absurdas y aburridoras quimeras académicas que de vez en cuando nos azotan a los que por un capricho o desgracia del carácter hemos dejado de lado como cosa inmunda la matemática y las ciencias útiles para dedicarnos con mayor o menor fortuna al aprendizaje (o sea a la especulación) de las particularidades del carácter humano. Pero una vez que he tecleado la primera letra, ya es inevitable seguir hasta el final, sea cual sea.

Pasando de largo las presentaciones, las absurdas y por ende ridículas preguntas que todo hombre le hace a un alguien aparentemente desconocido (Quien eres, que eres, a donde vas, de donde vengo yo, etc.) El señor B, de seguro preguntaría:

- Y bien, ¿Qué te aflige?-.
-No estoy seguro,- respondería el señor A- Supongo que todo, yo mismo, mis semejantes, el peso de la ropa... De todo un poco...
- ¿No te afliges por estupideces?
- Es verdad, son cosas nimias; pero no puedo evitarlo, las cosas importantes escapan de mi vista.
- ¿Por qué? ¿Si, son evidentes?
- Por que para mí no lo son, debo pensar en lo inmediato, que paso he de dar para no caerme a una zanja, o ser atropellado; o ganarme un balazo en la frente por idiota... Debo comer, trabajar, debo incluso satisfacerme a mi mismo y lidiar con la culpa que ello me provoque.
- Muchas cosas en efecto- Diría el señor B-, muchas para tener la cabeza fría y el ánimo en pie.
- Eso es lo que me aflige.
-Es una aflicción inútil; vivir es simple, somos nosotros los que nos complicamos la existencia con preguntas y dudas del todo estúpidas.
-¿Por qué estúpidas? – Diría el señor A- La vida es compleja, vivir es complicado, debes sobrevivir, imponerte, evitar que te aplasten. Evitar que aplasten a los tuyos...
- Entonces, de ser así vivirías perpetuamente rodeado de enemigos, que permanentemente intentarían hacerte daño.
- ¿Acaso no es así? – Preguntaría angustiado el Señor A-.
- A veces, es evidente que a veces tienes en contra a todo aquel que te rodee; el hecho mismo de estar vivo, es una lucha constante para seguir en ese estado. Si por un momento solo existiera un “Yo” y el resto de sus semejantes fuera borrado de la faz de la tierra; este “Yo” tendría que comer, beber, dormir, procurarse un cobijo y no son estas cosas que se obtengan con solo desearlo. Generalmente han de buscarse, y ello en verdad requiere de esfuerzo.
- ¿Me das la razón, no lo ves?
- No, - Diría absolutamente convencido el señor B- el problema radica en que somos tan espantosamente adictos a esta paranoia, que nos gozamos en la violencia que requiere combatirla.
- ¿Violencia?
- En efecto, somos victimas y victimarios, aunque pretendamos siempre obtener lastima y conmiseración; pero llegado el caso, somos tan capaces de pasar por encima de un inocente como el mas vil de los asesinos.
- Entonces- Diría el señor A- somos monstruos...
- No, no lo somos; aunque a veces nos comportemos como tales. Simplemente somos débiles, frágiles; y en virtud de ello, nos hemos convencido que la debilidad, la fragilidad son tambien nuestros enemigos, y desde que nacemos hasta que morimos, hacemos estragos en nosotros mismos, y en los demás para negar este aspecto tan íntimo en nosotros.
- A mi no me gusta sentirme débil, me hace sentir vulnerado, amenazado.
- A mí tampoco, - Diría el señor B- Pero ninguno de nosotros es débil; solo estamos convencidos, y los demás tambien; de que nacen débiles y viven débiles, casi siempre prestos a ser devorados por otros mas fuertes.
- ¡Ajha!, ¿Y eso no es cierto?
- Claro que es cierto, en algunos casos; pero en la gran mayoría de las vidas de los hombres esta amenaza es por completo inexistente, o bien carece por completo de fundamento, por que esta representada en hombres tan, o más débiles que nosotros mismos.
- Pero muchos de esos hombres tienen poder, y abusan de el a su gusto y capricho – Diría del señor A-, el hecho de saberlos débiles no nos libra de la angustia y el temor...
- No, en modo alguno, ellos existen, y nosotros también, pero responder su odio con odio, es perpetuar el vicioso circulo de la agresión. Deberíamos sentir compasión, lástima inclusive; por que después de todo, violentar a alguien que es violento, por una sensación íntima de debilidad y miedo, tan solo es otorgarle mas razones para que se empecine en su violencia...
- Eso incomprensible... Bueno, no del todo, pero no puedo pensar en ello, y mucho menos decírselo a alguien que me coloca una pistola en la cabeza; decírselo solo lo pondría mas furioso, y no decírselo, tan solo me dejaría al descubierto; dándole a él la oportunidad de asesinarme...
- Eso también es cierto – Concedería pensativo el señor B- Por desgracia es cierto, y es más que obvio que si a mi me pusieran una pistola en la cabeza actuaría en consecuencia. Trataría de salir vivo del percance. O bien llevarlo conmigo.
-¿Matarlo?
- Si, es una estúpida idea, no lo niego; pero muchos sentimos eso; otros, se derrumban, y perecen convencidos de la inutilidad de todo esfuerzo. Pero... No lo se, a veces estoy casi seguro, de que en todo momento, siempre vale la pena un último esfuerzo; así este solo me lleve a la muerte...
- ¿A veces? – Diría molesto el señor A-.
- A veces, soy un ser humano; no soy perfecto. Nadie lo es. Solo en nuestros mitos; por eso son tan bellos; por que nos convierten a nosotros mismos en seres carentes de debilidades.
- ¿Y entonces?, ¿Cómo sale uno de este embrollo? Si sabemos que el mundo es agresivo por naturaleza (Nunca he dicho eso, diría el señor B; he dicho que a veces si y a veces no; y el señor A, como buen ser humano ególatra se exasperaría y pediría que se le permitiese terminar su razonamiento) pero que los hombres en esencia son violentos por la propia conciencia (Si bien oculta y negada tras capas y capas de razones infantiles) de la fragilidad de sí mismos... ¿Cómo cambiar algo que está tan arraigado en nuestra constitución?
- Solo habría una manera de saberlo; bueno en verdad existen dos o tres posibilidades...
- ¿Cómo por ejemplo?
- Que le preguntaras a dios; el único problema, es que no sabemos si existe, o si existen varios, o si son invenciones nuestras. Pero partamos de la base de la existencia de uno, o varios, que poseen todo lo que a nosotros nos falta, sobre todo conocimiento, y sobre todo bondad y capacidad de entendimiento (Los tres no tienen nada que ver entre sí, pero son parte del mismo todo utópico). No podríamos fiarnos del mensaje dado por esta o estas entidades.
- ¿Por qué no?- preguntaría el señor A
- Por que nos la dan a nosotros.... Así de simple.
- Entiendo- Diría el señor A- el solo hecho de que nosotros fuéramos los receptores de esa pregunta, haría que ese conocimiento perdiera de inmediato toda validez; sobre todo cuando quisiéramos transmitirlo a nuestro prójimo.
- En efecto; por que nosotros, o los demás, no tardaríamos; en virtud de nuestros miedos (Esto es, en virtud de nuestra debilidad y envidia de los que consideramos fuertes); en trastocar la pureza del mensaje, acomodándolo a nuestras propias conveniencias; todo con el fin último de otorgarnos un estado de completa superioridad y seguridad, frente a lo que consideramos una amenaza. Es decir, que convertiríamos esta verdad en la fragmentada voluntad de nuestros deseos. Cosa que haría que fuéramos crueles y dolorosamente posesivos.
- Tú lo has dicho, no somos confiables, crearíamos una religión, o una política propia, escudándonos en el mensaje de esta divinidad. Ya ha pasado antes, y volvería a pasar, con todas las consecuencias que acarrearía.
- Bien- Diría el señor A- puesto que no podemos confiar en presentar esta angustia a una o varias divinidades, merced de la poderosa capacidad del hombre para fastidiarse a sí mismo... ¿Qué otra posibilidad nos queda?
- ¡Hombre! – Exclamaría el señor B como si fuera la cosa mas evidente el mundo- ¡Es mas que obvio!
- No, no lo es...
- ¡Pues no enviciarnos! ¡No caer en el fanatismo!
- Explícame eso.
- ¡Pues no enviciarnos a la dificultad de las circunstancias!
- Entonces ser perpetuamente optimista es la respuesta, pero; ¿No es eso absurdo además de aburrido?
- No solo eso, es estupido y suicida. Dejar de ser consciente de la adversidad de muchos de los eventos de la vida, es caer en la complacencia; es dejarse llevar de la marea.
- ¿Y entonces?
- No es tan simple, ambos lo sabemos- Diría el señor B- lo único que podemos hacer es no caer, ni seguir en juego a los que extremizan una de esas dos posibilidades. La de creer en la eterna posibilidad de progreso del hombre, tanto moral como biológicamente. Ni en los que opinan que todo es una mierda y que solo esperan quietos el momento de su propia muerte. Todos y cada uno de los déspotas de la humanidad ha sido victima y victimario de innumerables y odiosas diversificaciones de estos dos males.
- Eso no es comprensible, no me parece tan simple – Diría el señor A-.
- No tanto, estan los que creen tanto en la infinita posibilidad de los hombres que, al ver que este progreso no se produce, deducen (Con el método de un caracol paralítico) que este no llega por que ellos, y los que son como ellos, son los elegidos (Por una u otra estúpida razón); y que los demás son pobres y débiles. De resultas que deciden, o eliminarlos, o convertirlos a la fuerza (Cosas que al fin y al cabo son lo mismo).
- Y por supuesto – Diría el señor A- estan los que piensan que, como todo es inútil, se permiten la libertad de creer que todo el mundo debería pensar igual, así que; convencidos de la suprema verdad de su razonamiento, se empeñan en llevar a los demás a la misma pasiva indiferencia...
- Exacto, mezcla estos dos aspectos del carácter humano, conjúgalos con momentos sociales, realidades familiares, debilidades físicas y emocionales, miedo, tedio, poder, orgullo, y tendrás listo un amigable producto en el que puedes reconocer muchos de los hombres y movimientos de hombres, causantes de los mayores males de la humanidad. De hecho, todo hombre es un poco uno de ellos, así que tampoco el individuo se salva de esta condena.
- Eso no es muy esperanzador – Diría el señor A, mientras le da una calada enorme a su cigarrillo)- y a la vez puede que alguien piense que es excesivamente simple.
- Lo se, pero es que, en el fondo, las cosas no son, ni tan simples ni tan complejas. Somos nosotros los que las convertimos o en catástrofes, o en milagros.
- Entonces, ¿Tu idea, la de no caer en los fanatismos, o en los extremos; es vivir en perfecto equilibrio?
- ¡Hombre, no! ¡El equilibrio no existe, es una idea tonta, otro ideal; basado en nuestra fragilidad, en nuestra diversidad emocional, en la facilidad con la que amamos o explotamos con ira. Si pudiéramos definirlo, lo llamaría más bien una contraposición de influencias.
- Eso es aun mas confuso- Confesaría el señor A, con el mismo gesto de fastidio de un ateo en una iglesia católica- y no veo de donde podremos sacar provecho.
-Lo se, por que ya todos los hombres y mujeres deberíamos saber que ninguna verdad, es por completo absoluta, ni siquiera esta misma. Todo es tan gloriosamente inexacto que solo podemos especular, divagar... Por supuesto, eso en apariencia no nos lleva a nada, por que pasada la especulación aún debemos comer y dormir.
-¡Ahí esta! – Diría el señor A- ¡Tu tampoco tienes la respuesta!
- Por supuesto que no- Le respondería ofendido el señor B- esa es una afirmación muy infantil, por que tambien soy un hombre, y por ende, soy débil, y frágil, y como tu; sueño, odio, amo, siento, anhelo y envidio.
- ¿Entonces no tenemos esperanza?
-¡No!, y, ¡Si!...
- ¡Ah! – Diría de súbito el señor A- ¡Mejor morir!...
- No seas imbecil – le espetaría el señor B- la vida solo debería dejarse cuando en verdad todo esté en contra de su prolongación; y no por una cuestión tan simple e inverosímil como esta.
-¿Entonces? – La angustia del señor A, ya estaría llegando a unos límites inaceptables para todo hombre que se preciara de cuerdo-.
- Entonces, lo único que podemos hacer es no ser fanáticos ni de lo uno ni de lo otro. Tratar de ser justos, cambiando lo que podemos y aceptando lo que es inevitable; pero sin dejar por ello en ningún momento de luchar contra todo. Aceptar sin dejar de luchar, ¿Me entiendes? Comprender sin dejar por ello de buscar jamás...
- Eso me suena a la mas asquerosa de las utopías- Diría aún más fastidiado el señor A-.
- Claro, por que a primera vista lo es, y solo el cretino de Tomas Moro es capaz de vivir en su propio engendro.
- Entonces, lo único que nos resta hacer, para tratar de disminuir la constante angustia, es creer firmemente en la necesidad de no creer demasiado en todo, ¿Verdad?
- Claro, vive cuando sea necesario vivir; y si llega el momento, trata de que tu muerte misma no sea una ocurrencia más de los avatares del destino. Carga cada acto de tu vida del más profundo de los significados, desde el aparentemente sencillo acto de despertar; hasta algo tan importante como la muerte misma.
- Ya veo; defiende con garras y uñas; cuando haya algo que valga la pena defender, pero aún así, intenta por todos los medios a tu alcance; no desbaratarte a ti mismo ni a los demás por algo que solo podría tener valor para ti. Hermánate con los demás cuando la ocasión lo amerite; pero sabiendo siempre que lo que os une bien podría ser una falacia, de las más dañinas.
- Exacto, por que nunca debes perder la capacidad de entender que tus acciones bien pueden estar erradas. Bien puedes, con cada paso estar cometiendo el peor error de tu vida.
- Pero vivir así – Diría pensativo el señor A-; ¿No es una constante fuente de angustia, cansancio y por ello de infelicidad?
- ¡Hombre!, la felicidad es algo que siempre ha sido por completo sobrevalorado. ¿No te has puesto a pensar que, nunca, jamás en la vida, podemos estar por completo felices? Siempre hay algo que nos falta, siempre hay “Un algo” que nos hece falta...
- Cierto, el mejor lugar es cualquier otro; menos en el que nos encontramos de momento...
- ¡Vaya, al parecer no hay escape! Siempre pretenderemos ser justos, sin lograrlo nunca...
- Correcto, no ha existido hombre que lo haya sido por completo; si bien han existido siempre hombres y mujeres que nos dan una parte del infinito e insoluble rompecabezas...
- Entonces, no le veo solución al problema, suponiendo que el problema exista...
- Ajha; ese es el verdadero problema, y a la vez, deja de serlo, no podremos hacer nunca gran cosa, al respecto...

De seguro, y después de esta agotadora conversación, el señor A y el señor B; se medirían mutuamente con una rara mezcla de respeto, repugnancia y cansancio... Y al final, cuando el fuego de la chimenea empezase a apagarse, encontrarían; sino la solución; por lo menos una parte mas del rompecabezas, una frase mas que ayudase a empezar a entender el enigma. Pero me equivoco; sería una acción, la que determinaría el momentáneo alivio de la pena y el miedo...

- ¡Hombre! -Diría el señor A- el fuego se apaga y el café se ha terminado...
-¡Rayos! Diría sonriente el señor B- mientras encendía el cigarrillo de su amigo y se dispondría a alimentar el fuego y a colocar otra cafetera en la lumbre.

El ambiente se llenaría entonces de esa cansada satisfacción que solo puede inundar el corazón de los que verdaderamente se consideran hombres (Y no dioses, Mesías, Líderes, Poderosos, Héroes, etc.), llevándose con las volutas de humo la pena y el dolor; e inundando el aire y las tinieblas con las fuertes y luminosas canciones de todos los que alguna vez se han dado el lujo y la libertad engañosa de soñar; crear, luchar, amar, vencer, perder, creer, o perder la fé...


Sariel Rofocale