Hay una indolente delicia; en matar a un ser que por desgracia propia, esta vivo...
Existe, en esos recovecos de los sueños del hombre,
Ese adorable instinto primario,
Que le permite a veces (Que es casi siempre)
Fumar tranquilo el primer cigarro,
Con los dedos manchados en la sangre de un inocente...
No pierde el sol su abominable calor,
Ni el aire su gélida hipocresía...
No pierde el campo su desvaído color verde cieno,
Ni los pastos, ni los árboles, ni las horrendas vacas,
Pierden un ápice de su rutinario caminar hacia la tierra...
No hay lágrimas en los grandes estrados de los hombres,
Por la muerte de esta o aquella alimaña;
Si bien tampoco existen, cuando muere un ser humano,
Y en el luto adormecido de las grandes ceremonias,
Suele a veces decirse que la cal vuelve a la cal,
Y que de polvo al polvo volvemos...
Yo pregunto, a riesgo de atraer sobre mi cabeza
Los rayos crueles de la voluntad divina,
Que clase de dios existe,
¿Para ensañarse con los tristes,
Con los dolidos y los simples?
¿Que clase de inmundo humor posee,
Cualquier deidad escondida,
Para reirse en silencio de la muerte del sencillo,
Para después aspirar contento,
El aire infame de las magnas catedrales?
No hay verdades escondidas en el aire, y la luz de la tarde que muere
No traerá a mi puerta la voluntad del mundo,
Me resta una tristeza, que de tan ridícula es innombrable...
Por que al fin y al cabo es cierto...
Hombres mueren, nacen y viven,
Naciones se alzan y son derribadas,
Razas enteras son borradas por el plumazo de la parca,
Más yo no tengo derecho,
A decirle a dios que es un hijo de puta...
Ni tampoco gritar a voz en cuello,
Que estoy triste...
Por que hoy he tenido que asesinar a un perro...
Me gustan las ironías, me encanta esta tarde... y esta dolencia extraña
Que de seguro, ha de pasar mañana....
Sariel rofocale
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