
(Veronique II)
El huyó, después de la fatídica noche en la que tomo conciencia de lo inútil de todo escondrijo. Cuando supo, que para su desgracia, su recuerdo le iba a atormentar hasta el último segundo de su vida, no tuvo otra opcion mas que la de correr.
Por que no puede escaparse de los recuerdos, mas aún, no puede huirse del recuerdo de una persona que todavía vive.
Así que corrió, y escondió su dolor y su añoranza en todos los rincones que encontró apropiados para escapar de su presencia. Vagó por las playas doradas de la Cerdeña, por los canales oscuros y malolientes de una Venecia cada vez mas hundida. Y aún, en los oscuros y derruidos castillos de los cárpatos, siempre encontraba su recuerdo, siempre había alguien que le informaba de su paradero, de su vida, de sus triunfos, de sus fracasos. En fugaces visiones de un periodicucho de cualquier pequeña república centroafricana, encontraba su imagen, igual de hermosa, imperecedera, siempre coherente con el rostro que su memoria no recordaba sino a medias, pero que poseía la fuerza de un latigazo permanente en la cara.
Y de todo su vagar, de todo su recorrer errante los caminos del mundo, nunca pudo encontrar un refugio que le permitiese enterrar en el pasado su rostro, su voz, el color y el tacto de su piel, y de todas las mujeres que amó, o que simuló amar para combatir la soledad o el aburrimiento; ninguna logró jamás borrar aquel maldito rostro de su cabeza... Mucho le pesaba, pero temía, cada vez que pensaba en el día de su muerte; espantosamente cercano; que iba a amarla siempre, y hasta incluso, después de la muerte.
Veinte años, veinte años pasaron como un milenio sobre su piel y sus huesos, y a los cuarenta y tres era un viejo nervudo y esbelto, pero terriblemente cansado y dolido. Ni los ires y venires de las gentes y las naciones lograron jamás devolverle la paz que tenía justo antes de conocerla, y besarla por primera vez. Veinte años en los que sus momentos junto a ella se le hacían los más terribles y los más hermosos de toda su vida.
Una vida que empezaba a morir a pasos agigantados.
Una vida que perdía, no por el fútil motivo del amor fallido, no por ella, aun cuando ella tuviese todo que ver.
El sabía que moría, por que había fumado como un condenado treinta cigarrillos diarios en su torpe y cobarde esfuerzo por acabar con el recuerdo de su calor, entre los espasmos de sus pulmones cariados y negros. El sabía que moría, por su añoranza, por su maldita y amada añoranza...
Abrió las ventanas de su cuarto, en aquella pequeña villa del norte de Mattera, y la visión de las cuevas troglodíticas, refulgiendo con sus fachadas primorosamente encaladas, hirió sus velados ojos, con la luz del amanecer amarillento y glorioso...
Comprendió de súbito que con su muerte no terminaría el tormento... Y ante la certeza de esta derrota tan contundente, no pudo más que espetar un - ¡Mierda!-, que le lleno el alma de asco y pesadumbre...
Se dirigió hacia la cama y con una sonrisa triste en los labios encendió su último cigarrillo para esperar a la muerte...
Sariel Rofocale
El huyó, después de la fatídica noche en la que tomo conciencia de lo inútil de todo escondrijo. Cuando supo, que para su desgracia, su recuerdo le iba a atormentar hasta el último segundo de su vida, no tuvo otra opcion mas que la de correr.
Por que no puede escaparse de los recuerdos, mas aún, no puede huirse del recuerdo de una persona que todavía vive.
Así que corrió, y escondió su dolor y su añoranza en todos los rincones que encontró apropiados para escapar de su presencia. Vagó por las playas doradas de la Cerdeña, por los canales oscuros y malolientes de una Venecia cada vez mas hundida. Y aún, en los oscuros y derruidos castillos de los cárpatos, siempre encontraba su recuerdo, siempre había alguien que le informaba de su paradero, de su vida, de sus triunfos, de sus fracasos. En fugaces visiones de un periodicucho de cualquier pequeña república centroafricana, encontraba su imagen, igual de hermosa, imperecedera, siempre coherente con el rostro que su memoria no recordaba sino a medias, pero que poseía la fuerza de un latigazo permanente en la cara.
Y de todo su vagar, de todo su recorrer errante los caminos del mundo, nunca pudo encontrar un refugio que le permitiese enterrar en el pasado su rostro, su voz, el color y el tacto de su piel, y de todas las mujeres que amó, o que simuló amar para combatir la soledad o el aburrimiento; ninguna logró jamás borrar aquel maldito rostro de su cabeza... Mucho le pesaba, pero temía, cada vez que pensaba en el día de su muerte; espantosamente cercano; que iba a amarla siempre, y hasta incluso, después de la muerte.
Veinte años, veinte años pasaron como un milenio sobre su piel y sus huesos, y a los cuarenta y tres era un viejo nervudo y esbelto, pero terriblemente cansado y dolido. Ni los ires y venires de las gentes y las naciones lograron jamás devolverle la paz que tenía justo antes de conocerla, y besarla por primera vez. Veinte años en los que sus momentos junto a ella se le hacían los más terribles y los más hermosos de toda su vida.
Una vida que empezaba a morir a pasos agigantados.
Una vida que perdía, no por el fútil motivo del amor fallido, no por ella, aun cuando ella tuviese todo que ver.
El sabía que moría, por que había fumado como un condenado treinta cigarrillos diarios en su torpe y cobarde esfuerzo por acabar con el recuerdo de su calor, entre los espasmos de sus pulmones cariados y negros. El sabía que moría, por su añoranza, por su maldita y amada añoranza...
Abrió las ventanas de su cuarto, en aquella pequeña villa del norte de Mattera, y la visión de las cuevas troglodíticas, refulgiendo con sus fachadas primorosamente encaladas, hirió sus velados ojos, con la luz del amanecer amarillento y glorioso...
Comprendió de súbito que con su muerte no terminaría el tormento... Y ante la certeza de esta derrota tan contundente, no pudo más que espetar un - ¡Mierda!-, que le lleno el alma de asco y pesadumbre...
Se dirigió hacia la cama y con una sonrisa triste en los labios encendió su último cigarrillo para esperar a la muerte...
Sariel Rofocale
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