
A veces me lo encuentro en la plaza, durante el ritual del mercado semanal, hastiado del olor a vegetales y muchedumbre, y con la espalda unos años más cerca de la invalidez.
Camina encorvado, lleva un gran peso, pero parece que aun le restan ascuas para retar con su mirada al mundo. A veces con su botellita de pegante, a veces con un cigarrillo medio apagado. A veces solo esta, allí, quieto, ensimismado, con una mueca neutra que puede significar cualquier cosa. Rodeado de comadres vociferantes, puestos de verduras y tomates restregados en el suelo.
A veces parece que el mismo es un tomate, una verdura cualquiera, insignificante, que alguien arrojó al suelo, que alguien arrastró hasta despellejar la piel y reventar el contenido, para olvidarla después… O sonríe, pero nadie atiende, si lo hiciesen, de cualquier forma, no podría engañarlos. Lo mismo podría estar alegre, o trabado, pensando en las burbujas de la comida que se pudre, lo mismo podría estar muriendo allí, tirado, ignorado hasta por el mismo.
Es flaco, menudo, como hecho de fibras. Últimamente lo he visto cojear… ¿Qué le habrá pasado? No hay sangre en su ropa… ¿Quién sabe? Este pequeño pueblo tiene también un lado sórdido, y él esta hundido hasta el fondo del lodazal. No hace falta mencionar que a nadie le importa que salga. (Ni siquiera a mi, soy más despreciable que el prójimo, que tiene la feliz disculpa de la ignorancia)
Lo conocí cuando era un recién graduado, ¿Saben? Había fuego en sus ojos, y relámpago en sus palabras, cuando yo no era nada más que un mocoso, apenas estrenado en el campo de batalla de la academia, claro que en ese entonces no había en sus ojos ese brillo de amargura entremezclado con orgullo, ese que tiene alguien que sabe que esta jodido, que nunca llegó su turno, que su tren ni siquiera alcanzó a salir, y que se va a morir así, tal cual, delirando, repleto de bazuco o pegante, recogiendo sobras de los puestos de comidas, matándose en construcciones, trasteos, por mil o dos mil para la próxima botellita, la próxima papeleta. Los condenados no tienen memoria, eso al menos podría decirme, si yo me atreviese a preguntarle. Me diría también que este no es un lugar maldito, yo, la verdad, no podría creerle.
Dicen muchas cosas, que le vendió el alma al diablo, (Por increíble que parezca, aún hay gente que se excusa con eso) que lo jodió el vicio, que está enfermo, que se está muriendo, (En eso al menos tiene razón) que lo dejó una novia de toda la vida y se volvió loco. Loco… Sobre todo le dicen loco, ¿Y por que no? Si todos tenemos ese derecho… Pero yo no lo creo, los locos no tienen esa certeza en los ojos, en la actitud y en los gestos. Ese reconocimiento de la propia realidad, esa tristeza infinita, del que ve como se ahoga, esa impotencia. No, los locos han sido bendecidos con la inconsciencia.
Me atrevo a pensar que no vivirá mucho, es una secreta esperanza, que quizás esté emparentada muy de lejos con la piedad y la compasión, no me parece justo que alguien sufra tanto, no me parece justo que un hombre cargue ese fardo tan pesado, durante mucho tiempo. A veces me sorprende el fugaz pensamiento de su muerte, en uno de estos amaneceres rotos. Que los locos y los mendigos vivan tanto es una muestra indiscutible del macabro sentido del humor de los dioses. Me consuela, (La verdad es que no me importa, pero si pudiese describirlo, esta sensación sería algo muy parecido al consuelo) pensar que la crueldad de estas calles a veces puede ser también útil, para aquellos que han perdido toda esperanza. Si de repente, lo perdiese todo, esa sería la solución que buscaría…
Creo que todos vivimos siempre a un paso de ese momento, que la alienación nos ronda a todos, es paciente, no tiene mayor afán, nacimos destinados a sus garras, es tan segura como la muerte. Solo espera un leve cambio, un pequeño desajuste, par tomar partido, irrumpir en nuestra vida, rompiendo toda esperanza y lucidez, acabando, deshojando, deshaciéndonos para luego vomitarnos, escupirnos al foso, con desdén, sin tragedia, yo diría que mas bien con una indefinible sensación de risa, una comedia barata que me hiela las entrañas por lo inevitable de su aparición… No se por que, la desgracia, la verdadera desgracia, se parece a un chiste flojo, algo contado en un bus, escrito en un baño, en la pared de un meadero cualquiera de la ciudad.
Lo encuentro a veces, en la plaza, por el parque, o en una callejuela, siempre medio perdido, medio escapado, a mitad de camino entre el vicio y la pureza, entre la tragedia y el mismo chiste flojo, entre la honestidad y el crimen, entre el dolor y la alegría… Me sorprende, no lo niego, me sorprende muy a menudo, encontrarle a veces, y sentir ese innegable parecido entre los dos…
Sariel Rofocale